Ayer por la noche visité dos altares. El primero en algún lugar en La Latina, en Madrid. Cena a las nueve y media. El menú, arroz basmati con brócoli y champiñones. Para beber, vino. Televisión apagada y música ambiente (Bebe). Temas de conversación, la vanidad del artista, los zapatos y el fetichismo, los prejuicios establecidos, las convenciones del bien y el mal.
Hora y media más tarde, segunda estación. Un pueblo del extrarradio, pongamos Fuenlabrada. Cena a base de sanjacobos y pizza congelada. Cerveza mahou y tinto con casera. En algún canal del TDT los personajes de Aida provocan risas enlatadas. Entre los contertulios se cuentan chistes cada vez más subidos de tono. Pronto se cambia el tercio, cuba libres y partida de chinos.
El tono elevado no exige rigidez ni excluye el sentido del humor. La jacaranda arrabalera de escasas incursiones intelectuales es desde luego digna y noble. Supongo que, como sentenciaba mi padre, ?hay un momento para cada cosa y una cosa para cada momento?. En estos paseos por los que cual un Truman Capote cualquiera trato de entender las mentalidades ajenas acabo disfrutando como un enano, y me olvido de ciertas ideas para sumergirme en el calor de la amistad sincera y despreocupada.
Madrid se convierte en estas fechas (más aún durante el puente) en un hormiguero de magníficas proporciones, con una incesante turba colapsando cualquier lugar al que te dirijas. No pretendo emular a Marías, que ya se queja él bastante de cómo está la capital. Pero sí quiero destacar una cosa: la gente es aficionada a cualquier cosa. Siempre y cuando sea gratis. Una muestra: sábado 5 de diciembre, miles de personas pasan frío en la puerta de unos grandes almacenes para asistir al espectáculo de sus muñecos parlantes-cantantes. Domingo 6, cola de un kilómetro para entrar al Museo del Prado. Lunes 7, jornada de puertas abiertas en el Congreso de los Diputados, con una cola que baja desde el citado edificio hasta el Paseo del Prado y se prolonga hasta doblar la esquina del Banco de España, ya en la calle Alcalá.
Con semejantes conciudadanos proyectar unas cuantas visitas a domicilio se me antoja un plan excesivamente temerario. Se corre el riesgo de llegar al destino en cuestión y encontrar que la casa está vacía.