Qué bueno era (II)

Publiqué aquí mismo un artículo hace algunas semanas que generó una cierta polémica (bienvenida toda ella, ya se sabe) sobre el tema de la muerte y las consecuencias benefactoras que para el finado la misma puede acarrear. Alejándome de las resonancias (y consonancias) irónicas que el artículo anterior destilaba (y remito a aquellos que no conozcan la primera parte a que se acerquen a ella), hoy pretendo hacer una reflexión bastante más seria.

Opinión | 06 de noviembre de 2009
Domingo C. Ayala

Ayer (no sé cuándo podrán leer esto, me refiero al 26 de octubre) presenté mi poemario Casos de lucidez en Málaga. Me acompañaba en el acto la poeta Gabriella Campbell. Resulta que Gabriella y yo, la primera vez que nos vimos, compartimos ?escenario? en una lectura en Granada con Julio César Vior. Un poeta que ha fallecido apenas veinte días atrás. Nos pareció pertinente que en un acto en el que dos de los tres presentes el día que nos conocimos volvíamos a coincidir recordásemos al ausente. Nobleza obliga. Sin lugar a dudas lo que dijimos carece de importancia. Creo que no así lo que se asocia al mero hecho del recuerdo, y a la lamentación de unas muertes y otras.

Supongo que todo fallecimiento constituye un acontecimiento terrible; sin embargo, el grado lamentatorio no puede ser el mismo cuando se muere un asesino en serie, un genocida o un narcotraficante (pongamos por caso) que cuando lo hace una buena persona. Cuando desaparece una persona llena de arte, un poeta (pongamos por caso), el mundo parece más desangelado, más sucio y menos luminoso. Para nosotros, para los que circundamos los alrededores de la palabra poética, para los que nos dedicamos a esto, el dolor es ligeramente distinto: tan sólo notamos que el corazón es un poco más pequeño, que nos queda un hueco en el pecho.

Un poeta es, por norma general, alguien dotado de la capacidad de emocionar. Su cometido es el de explicar el mundo, en primer lugar a sí mismo, y en segundo lugar a todos aquellos que se acerquen a sus textos y se introduzcan en la cosmovisión del poeta. De un modo absolutamente subjetivo, lo que se pretende es dar cuenta de la admiración que lo que nos rodea produce en un espíritu atento y sensible a los estímulos externos. Porque sin esa admiración, sin un estado de insatisfacción, incomodidad, desentendimiento previos es imposible traducir con palabras todas las percepciones antecitadas. Lo que distingue al poeta (con excepciones) del simple cronista, lo que hace diferentes a unos poetas y otros, es el estilo, la belleza que se es capaz de alcanzar en el manejo de las palabras, incluso más que el contenido semántico de éstas. Rozar la belleza, siquiera un instante, hacer que los lectores la toquen con los dedos imaginarios del alma, es un cometido tan loable que, como escribí antes, la muerte de un poeta sume a todo el que lo conoció en un gris oscuro insoportable.

Yo no conocí a Julio César Vior demasiado profundamente. Pero lo que sé es que era poeta. Un buen poeta. Y ya sólo por eso era bueno.


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