La noche de las croquetas

Adolfo Suárez, harto ya de estar harto, había decidido en la soledad de su despacho que no le quedaba más alternativa que abandonarlo todo. Con gesto solemne y la mirada acuosa Suárez anunció a los españoles en la noche del jueves 28 de enero de 1981, su decisión de dimitir como Presidente de Gobierno y presidente de la UCD.

Opinión | 23 de febrero de 2009
Pilar Aguarón


Tres semanas después mientras se procedía a la votación de su sucesor, Leopoldo Calvo-Sotelo, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero irrumpió en el hemiciclo pistola en mano y desde la tribuna de oradores se dirigió a los diputados al grito de "¡todos al suelo!"; era el 23 de febrero y faltaban cinco minutos para las seis y media de la tarde.

Todo el mundo , empezando por Suárez y su Vicepresidente para Asuntos de la Seguridad y Defensa Nacional el Teniente General Manuel Gutiérrez Mellado, reconoció a Tejero. Un contumaz e iluminado ultraderechista que ya en noviembre de 1978, cuando la Constitución democrática estaba a punto de ser refrendada por los españoles, se había propuesto nada menos que asaltar el Palacio de la Moncloa, detener a Adolfo Suárez y formar un Gobierno, que irónicamente llamarían de "salvación nacional". Esta intentona golpista fue conocida como "Operación Galaxia", por reunirse en la cafetería que llevaba este nombre, sus dos principales instigadores el Teniente Coronel Antonio Tejero y el Capitán Ricardo Sainz de Ynistrillas fueron detenidos, este último años después sería asesinado por ETA, pero aquella vez la condena fue leve, sólo de unos pocos meses, tras su puesta en libertad se dedicaron al planificar el siguiente. Pero Tejero no fue quien concibió ni organizó la ?intentona del 23 F?, sólo fue el ?tonto útil?, el exaltado siempre dispuesto a alterar por la fuerza el proceso democrático.

Hoy 27 años después, tras muchas versiones, incluso la oficial por la que fueron condenados 32 militares y un civil, Juan García Carrés, a penas que fueron desde los 30 años a Jaime Milans del Bosh y a Antonio Tejero, hasta otras más leves que no superaban el año, y docenas absoluciones a otros tantos jóvenes guardias civiles porque actuaron acatando órdenes de sus superiores; pero a pesar de estas condenas y de los años transcurridos todavía hay muchas sombras en esta historia. Reuniones ?secretas? del ayudante del Rey, el General Armada,- condenado a treinta años por un delito de conspiración para la rebelión militar-, que decía siempre hablar en nombre del monarca , con conocidos socialistas que en la actualidad siguen ocupado importantes cargos institucionales y que jamás aclararon aquellos encuentros ni la justicia les inquirió justificación alguna. Otras versiones hablan de la intervención de los Servicios Secretos españoles en connivencia con la CIA u otros más osados que sugieren que el propio Rey esperó hasta el último momento para ver hacia qué lado se decantaban las diferentes Capitanías Generales para tomar su decisión final. Todo esto por ahora son conjeturas que quizá nunca se lleguen a aclarar.

Lo que sí es cierto es que aquel 23 de febrero cayó en lunes , yo estaba junto a mis padres y los tres escuchamos en directo a través de un pequeño transistor el griterío, luego las balas disparadas al aire y más tarde la confusión.

Mis padres se miraron en silencio confusos y aturdidos. Cuando ya pasó todo y cuando por fin conseguimos ver las imágenes en la televisión comprobamos que sólo tres hombres conservaron la dignidad aquella tarde, el propio Suárez que se mantuvo firme y digno sentado en su escaño azul, el jefe del ejército, Teniente General Gutiérrez Mellado, que se enfrentó a Tejero quien le zarandeó, intentando derribarle sin conseguirlo y una decena de filas más arriba el comunista Santiago Carrillo quien también conservó el pundonor y prefirió arriesgarse a morir con dignidad a tirarse al suelo bajo las amenazas de los fusiles de asalto.

Mi padre, militar en activo, dejó de leer el periódico, se inclinó levemente hacía su costado derecho para escuchar mejor y se quedó quieto sin quitar la mirada del pequeño aparato de radio, mientras mi madre musitaba plegarias y lo único que fui capaz de entenderle fue un ¡ay, Dios mío!.

Enseguida la radio dejó de trasmitir en directo, mi padre con aparente tranquilidad se fue a su despacho encendió otro pequeño transistor, extendió sobre la escribanía un paño blanco y con la rutina de quien lo ha hecho mil veces e iluminado por la potente luz de un flexo se dedicó a desmontar y limpiar su pistola, sin decirnos nada, ensimismado en sus pensamientos.

Mi madre mucho más asustada, se fue hasta la puerta del piso, echó las tres vueltas del cerrojo y se guardó las llaves en el bolsillo de la chaqueta, intentando de este modo evitar que mi padre le diera por ponerse el uniforme, coger su pistola y unirse al golpe, pero él en toda la noche no hizo el menor comentario. Los tres permanecimos delante del televisor que no trasmitía nada importante, ocupada como estaba la sede de televisión española por los golpistas, y escuchando la radio, que esa noche dio una lección de pundonor profesional y de servicio democrático impagables y que luego se conocería su labor social como ?la noche de los transistores?.

Para matar el rato y los nervios mi madre se fue a la cocina y se puso a doblar, rebozar y freír croquetas sin medida, a las dos horas, sobre la mesa de la cocina colocó una gran fuente de loza blanca con tres docenas de croquetas que nadie probó.

Fueron largas horas de espera y de desasosiego, mi madre temía que sonará el teléfono reclamando a mi padre, o bien que fuera el mismo quien tomará la iniciativa, pero el ángel de la guarda estuvo de nuestra parte y mi progenitor se mantuvo aparentemente tranquilo, aunque su rostro reflejaba la tensión y la incertidumbre y tal vez las dudas.

Siete horas más tarde, cuando el reloj del salón pasaba de la una de la madrugada del 24 de febrero, apareció en la televisión un solemne anuncio de que en breves momentos el Jefe del Estado se iba a dirigir a la nación, así fue, a la una y catorce minutos, vestido de Capitán General, ojeroso y con los ojos hinchados apareció ante las cámaras de la televisión el Rey Juan Carlos I, y con voz nerviosa leyó estos cuatro párrafos:

?Al dirigirme a todos los españoles con brevedad y concisión en las circunstancias extraordinarias que en estos momentos estamos viviendo, pido a todos la mayor serenidad y confianza, y les hago saber que he cursado a los capitanes generales de las regiones militares, zonas marítimas y regiones aéreas la orden siguiente:

Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el palacio del Congreso, y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las autoridades civiles y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente.

Cualquier medida de carácter militar que, en su caso, hubiera de tomarse deberá contar con la aprobación de la Junta de Jefes de Estado Mayor.

La Corona, símbolo de la permanencia y unidad de la Patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución votada por el pueblo español determinó en su día a través de referéndum.?

Una vez terminado su discurso mi padre estiró la mano la puso sobre mi antebrazo y me dijo:

- Ya te puedes ir a dormir, hija.


Pero yo no lo hice, allí nos quedamos los tres fijos delante del televisor y escuchando la radio, no habíamos probado bocado desde hacía doce horas, entonces fue mi propio padre quien se levantó y apareció en el salón con la bandeja de croquetas frías y unas servilletas de papel, yo fui la primera que me decidí a probar una, luego fue mi padre quien estiró la mano y al final mi madre, ya más tranquila, la que se decidió a picar y así poco a poco y de madrugada mientras esperábamos noticias la fuente se quedó vacía, desde ese día en casa siempre hemos llamado a esa jornada ?la noche de las croquetas?.

Poco más hicimos, yo creo que hasta me adormilé un rato, pero allí estuvimos juntos y ya tranquilos. Sobre las 7 de la mañana mi padre se duchó, se afeitó, se puso el uniforme y se fue a su cuartel como un día cualquiera.

Nosotras dos nos quedamos mirando la televisión y escuchando la radio hasta que vimos sobre las 11 de la mañana salir, para entregarse, uno tras otro a docenas de números de la Guardia Civil, saltando por una de las ventanas del Congreso que dan a la Carrera de San Jerónimo.

Por fin, las negociaciones entre civiles y militares dieron su fruto y los diputados, después de permanecer 18 intensas horas secuestrados, comenzaron a abandonar el Parlamento y al día siguiente el 25 de febrero continuó la votación abortada por los golpistas y Leopoldo Calvo-Sotelo fue elegido por mayoría absoluta segundo Presidente de un Gobierno democrático tras la muerte de Franco.


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