Claro que eran tiempos difíciles para una mujer soltera y embarazada. Sin embargo, en este caso, a su progenitora, nadie la maldijo, nadie la repudió, sólo algunos chismorreos que pronto se acallaron y lo que se pudiera lacerar a sí misma. Es verdad que ésta se iba a casar y ya estaban en la segunda amonestación. Pero el que iba a ser su marido, murió de una peritonitis con solo 25 años. ¡Así de puñetera es la vida! A su madre, desde ese entonces, le había entrado una mota en el ojo que ningún colirio sería capaz de disolver. Hubo, le dijeron, unas vías de un tren, pero la quitaron a tiempo.
Infancia alegre. Pendientes de cerezas en sus orejas colocados por uno de sus abuelos, porque sabía que era coqueta. Una caña con una lata atada en el borde, le preparó su otro abuelo para poder coger las brevas de la higuera. Dos abuelas que la querían y una de ellas adelantada a su tiempo. Tíos y tías a su alrededor. Sueños de una vida que se aferraba con fuerza a vivirla. Primera de la clase de párvulos. Primera del grado siguiente. Señora del pueblo que aconseja que se puede hacer carrera de la niña y hay que llevarla a la ciudad: allí no tendrá futuro y no se debe quedar... Viaje hacia la nada.
Tocas de alas almidonadas: palomas que infundían guerra, no paz. Hábitos negros y ruidosos. Sonidos de rosarios que colgaban de la cintura. Caras como la cera. Pieles cuidadas por la propia naturaleza del poco trabajo. El lugar era la catapulta a caminos abiertos hacia la sabiduría-decían- de un CI alto. Sin embargo, ese CI (Como Idiota), se quedó perdido.
Primer oficio en aquel proyecto de universidad: dar de comer a los cerdos. Acompañaba al señor Tomás removiendo la pastura en grandes capazos de un material parecido al que se usa para confeccionar la suela de los zapatos donde, luego, comerían los animales. Brazos pequeños: molinillos que trataban de espantar el tiempo.
Segundo oficio: limpiar el wáter de las externas. También huérfanas, pero con más recursos que los de sin recursos. Esta vez acompañada por otra interna.
Tercer oficio: limpieza de escalera principal. Mármol blanco, alfombra roja. Pasarela de obispos y curas. Bola de metal dorado. Siempre reluciente. Allí, curaría su Sarampión.
Entre- actos: preparaba el Monumento en Semana Santa con fibras de cristal molido: acribillada por sarpullidos. Tenía que ser el más bonito de todas las iglesias de la ciudad. Lavadero de sábanas y hábitos de monjas en los bajos fondos del edificio. Internas afanadas en dejar todo como la patena. Manos agrietadas y sangrando (siempre se negó a no pintarse las uñas una vez que salió y en cuanto le dejaron por la edad); sabañones hasta en los piojos del pelo. Una "cuida" (interna un poco más mayor que ella), la peinaba. El fregar el dormitorio colectivo de las más pequeñas tuvo como recompensa una herida en la rodilla por la que se le veía hasta el hueso. Se curó con trapos. Allí comulgó. Imagen del Sagrado Corazón, en vos confío, porque de éstas no me fío. Con flores a María, iba a la iglesia de San Miguel. A ella le recitaba en mayo poemas pidiendo un poco de clemencia, ya que Madre nuestra es. La gente miraba. La gente aplaudía?
Mañanas de simulacro de estudio. Tardes de encaje de bolillos y bordados. ¡Premio! ¡Ya había terminado de confeccionar en el ?mundillo? un pañuelo de seda! Se lo daría a la monja y bajarían con él a la madre superiora para que ella, a su vez, lo regalara a alguna de las benefactoras del colegio. La abadesa, en gratitud por su trabajo, le pondría en la palma de su pequeña mano unos limones y naranjas de caramelo. Bordaba su futuro también entre hilos y lanas. La llamaron para leerles a las monjas mientras comían. Presidía la mesa, el capellán y la superiora. Ella leía sentada sobre un taburete, tras los biombos. No la podían ver. No había que perturbar la sabrosa comida que divisaba a través de las rendijas: paella de pollo con arroz.
Respiro: siempre la cogían para hacer obras de teatro, cantar y recitar. Momento magnífico para subirse, trepando y burlando a la monja que se hacía cargo del teatro, a la pila de sacos de leche en polvo. Puñados de hambre satisfechos pero que se quedaban en la garganta faltos de líquido. Atascados, casi la ahogaban. No importaba. Era el momento. Disfrutaba y se alimentaba.
Después comería, igual que el resto de sus compañeras, el menú del día que se mecía en algo que parecía agua y que había preparado la monja cocinera ayudada por la colaboración de alguna madre que se permitía así el tener a su hija externa; meriendas de queso amarillo de los americanos; sardinas rancias y pan; aceite de hígado de bacalao. Arguellada de cuerpo, llanto en el alma.
Amaneció con orinas hasta la cabeza. Una de las palomas mensajeras la reprendió. Luego, cogiendo las bragas chipiadas todavía, quizá por el miedo de las noches, se las puso en la cabeza y se la llevó de la mano a pasear por la clase de los chicos internos. Éstos la miraban; sonreían, murmuraban. Todo solapadamente: tampoco tenían libertad de exteriorizar la risa. Ella lloraba, bajaba la cabeza. Su gorro improvisado olía a sus entrañas y le perfumaba el pelo con una nueva marca que no se vendía envasada ni a granel. Un paseo por la pasarela. Otro y otro?Fue mostrada como algo sucio y que no podía volver a ocurrir, porque?ya veían cuál era la recompensa. Más tarde, la llevó hacia la supuesta universidad de la vida, ya sin las bragas de capirote pero con el dolor de la penitencia: pupitres llenos de estampas benditas de benditos santos: San Tarsicio, San Antonio (no apareció ningún novio en condiciones en el horizonte de su vida)...Uniforme de color azul, cuello rígido y sujeto con garruchas, que ahogaba sus suspiros?
Desesperada de tanto aprendizaje de ?libros?, escribió una carta a su familia. La metió en un calcetín entre la ropa sucia que mandaba a casa una vez al mes en un saquete hecho de tela: ?si no me venís a buscar me tiro por la ventana?. Fueron, pero de momento continuó arañando los sacos de leche en polvo del salón de actos. Y tenía que dar gracias por ello.
Le avisó su ?cuida?: su madre venía a recogerla para llevársela. ¡Malo, malo, malo...! Ella la había visto besándose con uno en una plaza cuando las sacaban a la iglesia en las tardes de fiesta de guardar. Habría boda. Negros presagios de otro destino al que no podría burlar: el comienzo de una vida con un padrastro que le tiraría platos de postre de arroz con leche contra la pared o le pegaría patadas a una estufa de petróleo a cuya luz de la llama estudiaba, porque la otra, la eléctrica, no consentía que la utilizara de noche. Era demasiado cara. No soportaba verla estudiar. Nunca le gustó. Como pudo siguió adelante. Pero ya se quedaría para siempre sin su CI alto o sus buenas aptitudes para el estudio. A los 14 años, porque el hijo de su padrastro no terminó la reválida y quiso ponerse a trabajar, ella también tuvo que hacerlo y sin ningún tipo de conocimiento administrativo, comenzó de aspirante en una oficina. ¡Menos mal que en esos tiempos había trabajo!
Sin embargo, las bragas de aquella noche, serían el primer título que consiguió por méritos propios. La memoria de orines quedó grabada a fuego sobre su cabeza.
Todavía, de vez en cuando, se ve a sí misma por aquella pasarela con un modelo demasiado original que anunciaban por megafonía: La Srta. "X" nos presenta... ?Las bragas de la Memoria?.
Eran otros tiempos...