El sentido de la crisis de sentido

La crisis actual es una crisis de sentido, porque no sólo se refleja en tener menos recursos económicos, sino en tener menos razones para vivir y en dejarnos arrastrar por cualquier modo de no vida, como si las dificultades para vivir nos quitaran esa responsabilidad propia e intransferible, que es la actitud personal desde la que decidimos actuar.

Opinión | 10 de mayo de 2009
Juan Antonio Saavedra Quesada

La crisis actual es una crisis de sentido, porque nos da la oportunidad de perder el sentido que hasta ahora le hemos dado a nuestra vida, cuyas consecuencias negativas se reflejan a diario en los medios de comunicación. Si no aprovechamos esta maravillosa oportunidad, es porque ya no nos queda ni sentido ni vida que perder. La crisis actual es una crisis de sentido, porque invita a que cada uno se pregunte cuál es el sentido de sus comportamientos cotidianos, pero descubriendo que, incluso en los casos en que la vida responda que ya nada tiene sentido, siempre podemos dar un sentido humano a cualquier situación inhumana y destructiva. La crisis actual es una crisis de sentido, porque las identificaciones falsas del ser humano con las creencias que cree, con las ideas que piensa, con las emociones que siente, con las palabras que dice o con las acciones que hace serán siempre formas de establecer dependencias y esclavitudes de los contenidos y comportamientos de nuestra mente. La crisis actual es una crisis de sentido, porque es un caos mental. Cuestiona la cultura o mente colectiva que nos hace creer que somos el dinero que tenemos o el trabajo que hacemos y que, desde esa falsa identidad, defiende que los intercambios económicos nos igualan y hacen libres, pero también cuestiona todas las referencias y los comportamientos considerados correctos hasta hoy por nuestras mentes individuales. La crisis actual es una crisis de sentido, porque nos permite encontrar respuestas a preguntas que hasta ahora no sabíamos responder con los modos de pensar dominantes hasta hoy, además de podernos hacer preguntas que hasta ahora no nos hemos hecho: ¿Para qué trabajar tantos años si ahora me despiden y encima pierdo la vivienda que estoy pagando? ¿Qué sentido lógico tiene seguir trabajando en lo que ya nadie valora y en lo que a uno mismo no le da satisfacción? ¿Qué sentido emocional tiene seguir teniendo cosas que no nos dan placer ahora ni seguridad para mañana? ¿Cómo puedo aceptar que, en un momento tan difícil como el que vivimos, mi hijo diga que va a dejar un trabajo seguro, porque dice que no se siente realizado? Para descubrir el sentido de esta crisis de sentido conviene hacer una lectura rápida de nuestro pasado. En el paradigma medieval todo dependía de una jerarquía teocéntrica, que separaba lo espiritual y lo material y priorizaba la verdad revelada a la razón. La polis de Platón fue sustituida por la ciudad de Dios de San Agustín para que todos los políticos participaran en las procesiones y actos religiosos aparentando unidades cada vez más llenas de hipocresía entre diferentes autoridades. Ese modelo entró en una etapa transitoria con la crisis de autoridad de la iglesia romana, cuando el poder de lo espiritual y de las catedrales dejaron de dominar las ciudades y la sociedad. Se comenzó a hablar más de ciencia que de teología, de pluralismo y pensamiento crítico, de un conocimiento capaz de apoyarse en sí mismo más que en la autoridad de turno. Al desaparecer las autoridades morales, los políticos se dedicaron a conquistar y mantener el poder a cualquier coste. El mercado se convirtió en la nueva iglesia donde se adoraba al dios dinero y el progreso técnico exigía tener fe en que el futuro siempre sería mejor. Las organizaciones de trabajo siguieron una dirección científica donde pensar se reducía a controlar movimientos y tiempos, siguiendo el ritmo mecánico del reloj y la inercia competitiva de mapas de gestión que sólo buscaban el control del poder. El resultado es el paradigma moderno y postmoderno, en el que todos nos sentimos partes de la llamada sociedad de masas, cuantificados como números de identidad en documentos de control, teledirigidos y sometidos a unos valores que no podemos controlar y de los que parece que nadie es responsable. El inicio de la transición de este modelo puede estar representado por la destrucción de las torres de Nueva York, un símbolo del progreso económico que parecía dar sentido a nuestra vida cotidiana. Ese modelo o paradigma que, a modo de matriz cultural, sirvió de base al desarrollo de nuestra propia vida, nos expulsó de su falso paraíso con la velocidad de los aviones lanzados contra las torres para que empezáramos a aceptar el reto de parirnos de nuevo y no seguir con las mismas conductas cada vez más destructivas. Ahora estamos en el centro de una transformación o mutación de los patrones esenciales de la cultura dominante hasta hoy. Vivimos un momento histórico apasionante, que exige cambiar la visión del sentido común para dar un nuevo sentido y existencia a nuestra vida como seres humanos. Vivimos un nuevo giro copernicano: pasar del geocentrismo al heliocentrismo se traduce hoy en poner en el centro al Ser Humano y no al yo que vale por lo que tiene o hace. Sabemos que somos lo que decidimos ser y que, si decidimos ser seres humanos podemos sentir que somos iguales en nuestro ser, en nuestros derechos y necesidades, y así también podemos dejar de sentirnos amenazados al ver que somos diferentes en nuestro hacer y tener. Si las catedrales y las torres no parecen ya tan altas como antes, si los poderes de falsos ídolos celestiales no merecen tanta adoración infantil, si los placeres terrenales tampoco nos dan las satisfacciones deseadas ¿por qué no aprovechamos para poner en lo alto, como sentido orientador de la vida, lo que a todos nos une: el ser humano que somos?

Juan Antonio Saavedra Quesada. Director de la Escuela de Ecología Humana.

www.ecologiahumana.es


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