Helena llegó a la ciudad llamada Amor. Estaba abandonada, hacía mucho tiempo que nadie vivía allí. El polvo y las telarañas lo demostraban. Se sentó en un banco y lloró. Su largo viaje había sido infructuoso.
A pesar de su extraordinaria belleza, nadie la había amado. Sus labios nunca habían rozado otros labios en un beso eterno, y su piel no conocía el sabor de las dulces caricias de un tierno amante. Por eso sus ojos carecían de luz, porque su alma encerraba una profunda tristeza, y un gran anhelo.