Tengo todo un ritual al regresar diariamente de mi trabajo. En el vagón del metro donde transcurren los primeros 25 minutos del viaje, me desplomo en el asiento y me dejo arrastrar por el agotamiento de la jornada hasta quedar dormido en un sueño breve y profundo. Quizás por uno de esos inexplicables mecanismos de mi reloj biológico, esta siesta sobre ruedas dura 20 minutos con una increíble exactitud. Ya en el centro de la ciudad cambio de línea y los últimos 15 minutos de mi recorrido, transito sumergido en la lectura de algún buen libro que llevo invariablemente en mi maletín. El día de ayer no fue la excepción en esa rutina, solo que al abordar el segundo tren una visión extraña me llamó la atención. Cuando llegamos a la próxima estación y el pasillo del tren se desocupó, miré nuevamente y puede ver con más claridad lo que sucedía a unos cinco metros de mí. Sobre un cuerpo delgado se destacaba el brillo metálico de unos espejuelos que reflejaban las luces del vagón. Debajo de las gafas de aumento se dibujaban los contornos de un rostro sin facciones, de color viscoso y liso como una pared, mientras una larga y espesa cabellera negra servía de telón de fondo a lo que parecía una máscara. Apenas eran definibles la boca y la nariz, y solo la parte superior de los ojos denotaba que la dueña de aquel rostro deformado por una profunda quemadura era una china de unos 40 años. Portaba aquella cara desfigurada por las llamas con la resignación de quien tiene que conformarse con su destino sin lamentarse ni esperar condolencias. Enfrentaba la triste verdad consumada con la actitud de quien no tiene otras alternativas, y en ese momento todas sus atenciones, sus miradas y sus cuidados iban destinados a algo que llevaba consigo. Un hermoso bebé, también de facciones chinas, viajaba junto a ella sentado en su coche, tomando apaciblemente un pomo de leche. Toda la vida de esa mujer parecía girar en torno a aquel retoño, y creí ver un asomo de felicidad en sus ojos cada vez que el pequeño le obsequiaba una mirada. Por su parte, el niño la observaba de vez en cuando con la familiaridad y la confianza que despierta lo cotidiano y creo que en ocasiones hasta sonreía más allá de su tetera. Para aquel párvulo de mejillas rosadas, grandes ojos negros achinados, piel suave y cabellos oscuros, esa figura horrorosa y casi repugnante era la más cercana, familiar y querida en su vida.