He visto niños llorando, aterrados, en brazos de sus madres. He visto palizas en plena calle. He visto sangre y he sentido el pánico de todos. Miles de estudiantes no organizados han protestado por algo en lo que creen. Tengo cincuenta años, y algunos insisten en que ya no es mi tiempo. Que ya fué, que ya se me pasó la hora. Esta madrugada he buscado en mi biblioteca las segundas memorias de Carlos Barral : ?Los años sin excusa? (Barral Editores, 1978). Recordaba las frases finales de su libro:
Habla del miedo adulto, los miedos de la madurez. Textualmente, finaliza así:
?El miedo físico, a la falta de respuesta del cuerpo, tantas veces presente en los ejercicios de la mar, el miedo a volverse tonto, a perder imaginación y memoria, tan frecuente en el paseo solitario mascando los versos de un poema inacabado que no quiere continuar, el miedo a la inseguridad, el miedo a enfermar, a verse disminuído y en definitiva el miedo a uno mismo, a no saberse soportar más. El acarreo del miedo, , de toda clase de vagos temores confesables pero que no interesan a nadie, y sobre todo del miedo al desacuerdo definitivo con la propia imagen, es una constante de la conciencia de la madurez. Terminada la juventud se está a merced del miedo. Y es natural que el miedo nos asalte principalmente en los paisajes del ocio, en el secreto de las pausas en las que somos nuestro propio interlocutor?.
En consecuencia, lo traduzco como el ser o no ser, eterno dilema. Tengo edad para amar, para leer, para estudiar, para trabajar. Tengo salud, aunque de vez en cuando el cuerpo me dé algún aviso. Supongo que forma parte del tiempo que me queda, entrar o no en talleres de reparación si es necesario, para arreglarme por dentro o por fuera. Pero me siento fuerte. Se puede perder una empresa, un trabajo, una casa, un coche y hasta un barco. Todo eso supone dinero y es reemplazable. Pero la conciencia no tiene precio. No se compra. La conciencia social, la actitud, la capacidad de lucha y el compromiso real , son los senderos donde permanecen las verdaderas huellas de la vida y las razones del recuerdo.
Se dice que estamos aquí de paso y que son cuatro días, pero yo no lo creo. Una persona sola no cambia grandes cosas. Y también es cierto que las masas se equivocan. Los mismos que condenan a lo grande, encumbran años más tarde al mismo agitador en nombre de razones y con la excusa del paso del tiempo. Cinco décadas dan para mucho. La sociedad se mueve en curvas absurdamente comprensibles. Asumimos lo cómodo y lloramos las pérdidas económicas. Somos dueños de nuestro propio destino. Mi edad no es una excusa para quedarme en casa mirando la televisión o leyendo la prensa. Creo en la ley y creo en la calle. Creo en el perdedor por encima de todo. No me interesa el poder. Soy totalmente responsable de mis actos y prisionera de mis palabras. Conocí a Carlos Barral en Calafell, y hoy, rigurosamente hoy, le recuerdo intensamente. Porque como reza el título de sus segundas memorias, los nuestros son los años sin excusa.