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El derviche trenzaba la soledad, construía con su gesto otro gesto invariable, serenaba el contagio y colocaba esponjas impregnadas de colonia con dulzura en tu vientre. Prefieres, no obstante, el regocijo que sobreviene cuando ya no hay remedio: la garganta muy atribulada, magnolios podados en el Parque, nada de color rojo a pesar tuyo en los sueños.

Opinión | 14 de abril de 2009
Luis Miguel Rabanal

Cualquiera podría ser el comprador privilegiado de tu culpa, bajarte la nube y de un solo esbozo imaginar desvaríos. Alguien mima su teclado, se oye desde aquí el leve lenguaje que no acierta jamás, te amaré eternamente, le escribe en el papel invisible. Se apartan por fin como dos enamorados que sufren al unísono el celo asustado del infierno, se arrancan la blusa y suben cada uno sin cesar a su hastío, que es vendaval o que ya no es la usura. Ya no debes al derviche la risa, ahora tu oración es puntual y tristísima, enredas los dedos alrededor de un ínfimo espacio que no obtienes al rendir su tributo. Seguro que sufre, recordará sus montañas más tarde o temprano, si no se lo impides morirá junto a ti. A tu cuerpo le falta la sombra.

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