Eso, hoy en día, no es un mal que ralentice las decisiones, impida la fluidez de trato, nos aboque a la soledad y a tener perro en vez de pareja, sino una precaución vital, antes de que el infante de la vecina, que no levanta más de un palmo del suelo, nos la meta doblada.
Por ello, como han dicho algunos, hemos de asumir que nos encontramos en un mundo líquido, dónde casi todo es líquido. Donde no se asume el compromiso, o si se asume, se hace de manera muy informal, temporal o liviana, para cambiar de opinión en el minuto o momento siguiente. Así es imposible edificar proyecto alguno; así lo que aprendemos o a lo que nos vemos obligados a adaptarnos es a nadar con la corriente, a movernos como pez en el agua en un mundo líquido donde nuestras relaciones son también líquidas.
¿Qué queda con todo esto? Pues si no nos amoldamos o adaptamos, la soledad como condena, y esa sí que no es líquida. Al igual que no lo es la marginación que sufren algunos incluso estando acompañados.
Si nos adaptamos, y tenemos cierta edad, nos hemos de conformar con las migajas de lo que conocimos en su día como auténtica confianza, con tratar temas del alma superficialmente con gente casi desconocida para aliviarnos y con rumiar mucho en soledad, para salir a la calle al día siguiente hecho un toro.
Esto que alguien puede confundir con la destreza en la edad madura y el comportamiento adecuado a la vida social, no lo es tanto. Es más una característica generalizada de los tiempos en que vivimos. Y esa adaptación, nos hace diferentes a los que fuimos en otro tiempo. Y eso hace que no nos reconozcamos más que en las personas que nos conocen de hace tiempo y nos tratan como si no hubiéramos evolucionado. Y a veces, pensemos con nostalgia: ¿era yo así realmente?
¡Qué pena!
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