Bien pagados y mal avenidos. Estadistas, economistas, mentideros populistas en publicaciones provincianas pero no por ello menos oficiales. Y lejos, muy lejos del pueblo, porque no les interesa y hace ya mucho tiempo que no están. Son los de rápido desayuno y eterno tapeo, los radiados para soltar estupideces y vaguedades mientras toman notas para su próximo libro ?prólogo, como mucho,- puesto que se dedican a reunir sus artículos anuales en tomos infumables para los amigos, seguidores y pelotas que esperan algo, algún día. Consejeros, ex jefes de prensa, ex directores de comunicación, malos relaciones públicas que sostienen bajo lo privado todos sus argumentos. Beben como esponjas y son incapaces de hablar sin un gin-tonic, sueñan con tener presencia en El País y hasta es posible que algún día lo consigan. Se suscriben a todas las ONG para que su nombre conste y miden mucho sus palabras. Aparecen en cualquier evento con aires de grandeza desde un anonimato impuesto. Extienden tarjetas como si fueran cromos y se otorgan títulos notorios en despachos de veinte metros cuadrados donde nunca pasa nada y existe un sólo cliente, aquel organismo obsoleto de un pasado que les fue bonito, considerado y caro. Ya no comen como antaño en restaurantes de moda porque andan secos, tiesos de estómago sibarita y de cartera. Son los que tiemblan cuando entregan la visa y el camarero regresa con cara de circunstancias: ?Disculpe, señor, la máquina ha rechazado su tarjeta?, oh sorpresa. Vivieron y trabajaron en territorio comanche con hombreras, moda de España, Rolex y cochazo. Se reconocían asociales socialistas adorando un becerro de oro que resultó ser chapado, y ahora, antiguos, por muy poco se santiguan en busca de algún dios nuevo que les atienda en condiciones.