El llorón palidece incluso bajo el sol de Agosto en el lugar más tórrido. No sonríe ni por casualidad para no perder comba, y desliza sus lágrimas, secas, fáciles -a la par que ostentosas- sobre pañuelos sucios. Te dará la brasa mientras vivas o te dejes, opinará sobre lo humano y divino, repartiendo paramales y otras mitomanías. Fuera de sí, descosido, tan presente como cansino, obsesionado por algo que sucedió algún día y se hizo objeto de tanto, tantísimo desastre por cuenta de otros que le traicionaron, le robaron lo que nunca tuvo y le acusaron de lo que jamás hizo. Es acusador, juez, parte de cualquier conflicto. Extiende su martirilogio a las iglesias, enciende muchas velas, se quema con la cera y su saliva tiende a aposentarse, blanca, entre las comisuras de sus labios.
No se soporta ni en su mejor momento. Cada jornada es tumba, y cerrado a cal y canto en cajas de madera, sueña con esa muerte que a todos nos acusa. Y fallece llorando tras planear sepelios, confirmar asistencias y convertir en acto ese sudario absurdo donde su imagen tiende a ser recordatorio. Un nombre. Un ser que ?pretencioso- aspira a lo pequeño cargando con tres fardos de indecencia esculpida.