"Misti", la llamaba su hermana. Carmen, Carmina, a ella plín, era Ordóñez Dominguín. Juzgada, perseguida, amada, vilipendidada, calumniada. Un poco de todo para tanta belleza. Aquel tono de voz contundentey débil al mismo tiempo. Creyó en muchos, y tal vez muy poco en sí misma. Ayudaba sin más, se deshacía, buscaba, y habría hecho cualquier cosa por conciliar el sueño noche a noche como el resto de los mortales, pero ella era divina. Ni siquiera hace una década que se marchó, y nos parece un siglo. Nunca ha sido fantasma. Se hizo hada desde el primer segundo de su ausencia.Noches de bohemia y de ilusión, yo no me doy a la razón, cómo te olvidaste de eso...es la canción que se escuchó en su multitudinario funeral.
Siguen hablando de ella llenando las arcas, ganan otros, comentan, inventan, rumorean. Su rastro no tiene fin, y su imagen pública se ha hecho eterna. Carmen siempre sonríe, incluso cuando llora. Su melena se mueve a merced de otros vientos que no están en sus manos.
Se escuchan unas palmas, huecas como el oscuro de sus inmensos ojos. Un corro de serenos desde la antigua usanza, en su oficio perdido y uniformados todos, acompañan a Carmen con las llaves del cielo camino del rocío. Volantes y guitarras, abrazos y razones.
En Tánger amanece. Se ha despertado el día para recordar, siempre, cómo vivió las cosas, sus casos y secuencias. Los colores del alma perduran en su armario y no se ha roto nada: Está divinamente.