Adios, teniente; adios, infancia; adios...

Este artículo es una despedida.Una despedida para alguien que nunca acababa de despedirse. Cuando el villano de turno suspiraba porqué ese plomo de teniente de homicidios de Los Angeles se dirigía a la puerta, dispuesto a marcharse después de haberle puesto apaciblemente de los nervios con una conversación falsamente inocua, semejante Némesis levantaba la mano como si fuera a pedir permiso para ir al lavabo, se daba la vuelta y decía a su víctima: ?Una cosa más?. El tormento no había concluido aún. Aquel hombrecillo de mirada extraviada por culpa de un ojo de cristal, enfundado en una gabardina reñida con todas las tintorerías, pegado a un puro que hoy le convertiría en un apestado, de talante hogareño dadas sus constantes referencias a una esposa a la que jamás se le vio la cara, modesto hasta el extremo de no tener nombre de pila, incompatible con la violencia como demostraba el hecho de no llevar pistola pese a su oficio, acompañado ocasionalmente por un perro Basset que era un canto a la vagancia y una metáfora irónica de los sabuesos rastreadores, y de orígenes italianos que le europeizaban y alejaban de ortodoxias típicamente norteamericanas, detalle éste subrayado por su gusto en conducir un destartalado coche francés, un Peugeot 403, era el teniente Colombo.

Opinión | 02 de julio de 2011
Jordi Mata i Viadiu

Era. Quien le dio cuerpo, el actor Peter Falk, falleció el 23 de junio de 2011, con 83 años y demencia senil. Pese a haber compartido cartel, y no precisamente en papeles menores, con Jack Lemmon, Toni Curtis, Natalie Wood (La carrera del siglo), Glenn Ford, Bette Davis (Un gangster para un milagro), Peter Sellers, David Niven, Elsa Lanchester, Alec Guinnes, Nancy Walker (Un cadáver a los postres), Frank Sinatra, Bing Crosby, Dean Martin, Sammy Davis jr. y Edward G Robinson (Cuatro gángsters de Chicago), su consagración entre el gran público vino en los años 70 de la mano de la más perfecta caricatura de Sherlock Holmes, el tímido, torpe, desastrado y entrañable Colombo, el antihéroe por antonomasia se mire por donde se mire.

Colombo pertenecía a un grupo de policías memorable cuyas aventuras se emitieron durante años en el tardofranquismo y en la transición. Las andanzas del susodicho se alternaban con las de McCloud (Dennis Weaver, el protagonista del primer film de Spielberg), Banacek (George Peppard, que compartió honores con Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes) y McMillan (Rock Hudson, mito trágico de áureo currículum). En Estados Unidos, la serie de telefilms se conocía como Mistery Movie, y en aquellas noches españolas de canal de televisión único la sintonía que Henry Mancini compuso para dicha serie (solo puedo calificarla de preciosa, a más de uno se le encenderá la memoria al oírla) congregaba a una masa capaz de convertir en íconos a personajes que huían de los estereotipos. Ese fue el caso de Colombo. A mí, entonces un niño de tantos, me atrapó de inmediato sin saber bien por qué. Con el tiempo, entendí que la fascinación que me provocaba venía de su normalidad casi grosera. Criados con ejemplos que aunaban lo positivo con la apostura, la temeridad y la fanfarronería, la irrupción de aquel modesto teniente en el panorama catódico ofrecía una atractiva alternativa: podías estar alejado de la belleza o de la fuerza física, del carácter arrogante o avasallador, del lujo que identificaba al éxito, y sin embargo ser un triunfador por perseverante, por reflexivo, por observador?, simplemente por pensar. Y a pensar podíamos atrevernos todos. No era necesaria predeterminación biológica o social alguna. Desde esa premisa, triunfar era posible para todo el mundo. Colombo era un espejo para quien quisiera usarlo. Hacía asequibles tus sueños. Si un tipo así hace lo que hace, contribuye a un bienestar y a una seguridad sin sangre, sin espectáculos, sin ruido y alcanza una cima?, ¿por qué no podías hacerlo tú? Podíamos ser tan buenos como el que más, sin aspecto ni pretensiones de Bogart, Supermán, James Dean o John Wayne. Esa impronta hizo que el despistado y bonachón teniente fuera un ídolo para mí, y siempre he visto con agrado las reposiciones de sus películas. De hecho, cuando se supo que la carne que le dio alma murió yo estaba viendo el episodio titulado A que no me coges en el canal Nitro, film en el que la asesina es? una escritora. Casi parecía preparado para hacerme abrir los ojos respecto a muchos temas.

Porqué con Colombo he enterrado definitivamente la ficción que me acompañó en la infancia y los sueños que alentó. Con su desaparición, descubro que la arena del reloj de mi vida ya no esconde sorpresas ni ilusiones. La realidad y la odiosa condición humana, como siempre, han impuesto su ley. He logrado hacer reales algunos proyectos, que me han llevado a convertirme en autor de algunas zarandajas y de estas líneas, pero ahora descubro la enormidad de mi error. Desde la humildad logré un relieve, no mucho, pero suficiente, y supuse, equivocadamente, que un éxito facilita las cosas. Mentira. Te transforma en esclavo de una fama, la que sea. Es lo que me ha pasado a mí con la cosa ésta de escribir. Me salieron bien cuatro tonterías y me sentí impulsado a no desfallecer para no defraudar a nadie, a mantener en alto una especie de pabellón sin darme cuenta de que uno ha de ser libre para coger y dejar sus aficiones o tareas sin presiones. Aprendí que el talento (si se posee) se agota y que si a uno le aburre lo que antes le divertía es que aquello que le hizo vivir ha degenerado en algo que no merece la pena. La pasión se ha vestido de obligación. Condenado a galeras.

Por ello, estoy dejando de escribir como otros dejan de fumar. El sueño ahora es pesadilla, del mismo modo que la infancia y uno de sus protagonistas, el teniente sabio, son humo y más que nunca el cuento narrado por un idiota que a nadie importa y al que se refería Shakespeare. Por escribir no he vivido y es tarde para corregir el pecado, aunque no para aminorarlo, y en consecuencia ésta será mi última aparición por aquí. Tampoco he sido un colaborador principal ni habitual (cuando este invento tecnológico se inició ya me pesaban las palabras y el papel), y por todo ello, por escrúpulo de honradez, pido que mi nombre sea suprimido de esa lista de redactores que hay a la derecha de la pantalla (cuando se puede ver, claro, ya que los duendes de la informática suelen distraerse no sé muy bien en qué). Cuando poco te queda por hacer en el mundo, lo mejor es dejar las cosas ordenadas antes de irse. Porqué me queda poco por hacer en un páramo en el que la esperanza solo es una entelequia. ¿Quién debería administrarla? Por un lado, los chorizos de siempre, los banqueros sin padre conocido, los políticos con cutis de cemento, los podridos imperios mediáticos que presumen de independencia por ser de lo que carecen, los garrulos elevados a opinadores sobre todo que es lo mismo que ser opinadores sobre nada. Por el otro, los aspirantes a salvadores, revolucionarios de opereta (que manera de insultar la noble palabra, ?Revolución?, y sus derivados), indignos más que indignados, entre los que se infiltran gente incapaz de comprometerse seriamente con nada (¿alguno de estos a leído a Stéphane Hessel? Y si lo han hecho, ¿lo han comprendido?) y que se esconden bajo grandes causas, como la abolición de los toros o la defensa del Amazonas, por ejemplo, para ocultar su patético fracaso como individuos. Virgencita, que me quede como estoy. O, Dios mío, protégeme de mis amigos, que de mis enemigos ya me protejo yo.

Desencanto, sí. Hastío, también. El hombre es una pasión inútil, declaró Sartre. Vivimos con y entre la fragilidad. Solo nos realizamos en sueños lejanos, en películas, imaginándonos como Colombo, sencillos y eficaces, creíbles. No hay que volar para ser superior. Y cuando descubres que vegetas enredado en los sueños ?o delirios- cercanos de terceros, te das cuenta de que se te quiere por lo que sirves o financias, no por lo que eres. Entonces, te plantas o te sometes. Yo he logrado ambas cosas, quizá porque no me queda tiempo para regalar. Ahora, para mí, el tiempo es el bien más escaso. Quiero quedarme en la tranquilidad de lo que jamás he temido, la soledad. En ese escenario, contemplaré con una mueca de leve ternura la miniatura del Peugeot 403 que compré hará un par de años, y recordaré que una vez soñé y a quien, por desgracia, me ayudó a soñar. Me bajo de este autobús. Teniente, pese a todo, gracias por las intrigas, por las exhibiciones de inteligencia, por los buenos ratos, por el humor. Desconozco la envidia, pero sospecho que ahora le envidio porqué, más allá de su ya incuestionable inmortalidad, está usted muerto.

 

 

 


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