Me parece un hombre íntegro, de profunda amargara ¿cómo no, habiendo enterrado a cuatro hijos y habiendo enterrado la ilusión política de su vida? y de una coherencia incuestionable.
Así es que, allí me fui. Cuando llegué, la chica de la puerta me dijo que estaba ya la sala atestada, que habían puesto un monitor en el vestíbulo y que no cabía ni un alfiler; que estaba yendo gente desde las 6,30; pese a ello y, gracias a la amabilidad de la mujer de Haro, que entró de mi brazo, pude asistir y, dentro de la sala, a uno de los actos más bonitos de los que he presenciado.
Haro, delante de nosotras, comentaba, en broma, pero muy emocionado "Está gente no sabe mi enorme poder de convocatoria" porque había mucha más gente fuera que dentro, porque tendrían que haberlo hecho en el teatro del Círculo o en la sala de Columnas y no en una sala normal. Es la consabida previsión de nuestro bendito país y el íntimo convencimiento de que a un rojo, pocos lo van a oír.
Había un termómetro en la sala, junto al aparato de aire acondicionado, que de nada servía porque no daba a basto y marcaba 42 grados. Yo nunca había visto a la gente tan mojada estando vestida y allí permanecimos durante las dos horas que duró el acto, pese a la petición del propio Haro de que fueran muy breves, más que nada, por una "cuestión de supervivencia". Todos allí, aguantado empapados, hasta Miret Magdalena con sus 90 años.
Estaba todo el mundo, todo el mundo decente, progresista y ético; ese mundo pequeño y diezmado de la cultura roja que queda en nuestro país e Iñaki Gabilondo, con su enorme eficacia y su voz sonriente, fue preguntando a Haro por sus ideas, sus cosas y su vida y Haro contestando con infinito humor y un talante inglés y resignado sobre aquello que no puede cambiar. Hasta su comprensión a aquel amigo que pudiendo hacerlo, no le conmutó la pena de muerte a su padre y se lo justificó y Haro lo entendió. Incluso explicó, con infinita sorna, lo coherente que era la frase tan oída, después de nuestra guerra, de que había que eliminar a los niños de rojos y, aclaraba: hicieron mal en no hacerlo, porque, claro, ahora estamos aquí.
Habló de la muerte de su hijo mayor, Eduardo Haro Ibars (Allí estaba Gurruchaga, emocionado, porque le hacía las letras para su Orquesta Mondragón) y de cómo, al preguntarle su hijo en la agonía, que si había otro mundo, él le dijo, rotundo y seguro que sí y, ante el asombro de Gabilondo, por la respuesta del ateo a su hijo, Haro, tranquilo y razonable, le dijo que él quería que su padre le dijera que sí, que era un chico muriendo y tenía que decirle que sí.
Dialogaron con Haro y hablaron de lo qué había sido para ellos conocerlo y leerlo, Millás, José Luis Gómez, que leyó una columna de Haro que tenía guardada hace años, como sabe leer José Luis Gómez, Eduardo Sotillos, Manuel Vicent, Castilla del Pino; leyeron un mensaje de Rosa Regás y otro de Nuria Espert... Hasta hubo un detalle exótico: Una anciana con las piernas vendadas, vestida de colores chillones y apoyándose en una muleta, entró dando alaridos: "¿Dónde está mi niño republicano?" y avanzó vertiginosa (para su estado) por el pasillo central, hacía Haro. Juan Cruz, que estuvo todo el tiempo de pie, se precipitó hacia ella para frenarla y Haro le contuvo, dejó que llegara hasta él y poniéndose de pie, la saludó como si se tratara de (iba a decir la Reina de Inglaterra, pero en un republicano, no me parece ejemplo adecuado) Madame Curie, haciendo feliz a la señora y dándole su minuto de gloria.
Cuando hablaba emocionado de su amistad con Haro Emilio Lledó, sin esperar a que se oyeran los aplausos de final de intervención, con la enorme indelicadeza que nos va caracterizando cada día más, se abrieron de golpe las dos puerta de la sala, a manos de un conserje asilvestrado y apareció una silla de ruedas, empujada por una celadora y avanzando por todo el pasillo central, llegó hasta Haro. Pese a lo inoportuno del momento, fue un instante de intensa emoción. Con ruido de carga de caballos, todo el mundo se puso de pie (incluido Haro) dando una de las ovaciones más cerradas que yo haya oído nunca y que, avisada en aplausos, me puse a cronometrar. Tres minutos duró el clamor fuerte y denso en homenaje a uno de los pocos genios de nuestra España de hoy. En la silla, de un blanco impecable en su atuendo y su pelo y con su gesto adusto y enfadado, avanzaba Fernando Fernán Gómez.
Colocado en la primera fila, al pedirle que hablara, dijo digno que quería que le pusieran de frente al público, mientras Haro apuntaba, bromeando y como una voz en off: "El gran actor, prepara su puesta en escena". Sacó sus folios y, cuando se disponía a leerlos, le dieron un micrófono. Con expresión agonizante y haciendo muchísimo teatro, bramó: "En pleno siglo XXI, un anciano, en silla de ruedas, tiene que sujetar, con mano temblorosa (hizo temblar su mano, de modo aparatoso), unos folios que pretende leer y un micrófono en la otra". Alicia Moreno Espert, emprendió, en el acto, una carrera en pelo, y, tomando el micrófono y poniéndose de rodillas a su lado, se lo sostuvo durante toda la lectura. Mientras Haro, continuando con su juego de narrador en off decía bajito, como en aparte teatral: "La hija de la primera actriz, se hace cargo de la situación y resuelve, rauda, el problema del primer actor". Fernán Gómez leyó un texto bellísimo, escrito al modo del mejor Siglo de Oro, que es como escribe él, en que daba las gracias a Haro por ser su amigo (un privilegio para un cómico, tener un amigo crítico teatral, lo que despierta las sospechas de los otros actores, dijo) y por haberle dado el éxito con sus reiteradas críticas a "Las bicicletas son para el verano" que agradecía mucho, si le había gustado la obra y, si era porque era su amigo, muchísimo más.
Haro recordó su infancia juntos en el mismo barrio, bajo los mismos bombardeos y con los mismos miedos, pero aclaró que Fernán Gómez no era republicano, que era ácrata y lo seguía siendo. Ambos se emocionaron y yo me fui feliz. Empapada y feliz. Mi día de granito se había convertido en un día hermoso por haber tenido el privilegio de asistir, simplemente, al talento.