Libre

Mientras se subía a la escalera, con el frasco de limpia cristales en una mano y un trapo en la otra, frente al balcón abierto, un olor a césped recién cortado, como a tierra húmeda, de la que avisa la lluvia del otoño, la hizo recordar y, al mismo tiempo, pensó en eso que dicen que les ocurre a los que van a morir, que en décimas de segundo ven toda su vida pasada. Atribuyó a eso el recuerdo y pensó que tenía que acordarse de no quitarse los zapatos. Todos se quitan los zapatos y eso la podía delatar. Nadie debía de saberlo. Tenía que parecer un accidente y sonrió, sabía que eso sí lo haría bien.

Opinión | 10 de marzo de 2011
Ana Serrano

Él era tan frágil, tan poquita cosa, se le veía tan, tan asustado que, nada más conocerlo, lo adoptó. Ella tenía esa cosa maternal y tonta de querer cuidar a quien amaba, de apetecerle más servirle el desayuno en la cama y darle friegas en la espalda que ir por la calle junto a él. Pero estaba claro que la necesitaba. No sabía exactamente que es lo que iba a hacer; no tenía amigos, casi no había leído nada y su vocabulario era calamitoso. Físicamente, resultaba invisible y su conversación no era nada de nada porque apenas hablaba. Ella, por el contrario, era brillante, conversadora, activa. Desde los ocho años tenía claro lo que iba a ser, lo estaba logrando con titánico esfuerzo y si tardaba el autobús, se hacía amiga de las personas que formaban la cola, se daban señas y teléfono e incluso les probaba la voz a los que esperaban junto a ella, llegando a hacer un coro con amigos colistas, que cantaban en bodas y bautizos. Leía sin parar, oía música, encabezaba abrazada a una pancarta, todo lo encabezable que pudiera ayudar a ese mundo mejor que quería y por el que siempre se partió el alma y escribía muy bien, ella quería, desde siempre, dedicarse a escribir. Había ganado varios concursos de relatos, de cuentos y uno de ensayo biográfico. Pisaba firme y amaba intensamente, sobre todas las cosas. Su entrega era canina, sin pedir nada a cambio. Era feliz.

Pero era muy dulce y le dijo que nadie jamás la querría del modo en que lo hacía él. Para pasmo de todos, desde ese mismo momento, aquella vital y arrolladora mujer dedicó alma y vida a su cuarto y mitad, como lo llamaban los amigos de ella, perplejos por aquella elección disparatada. Descubrió un enorme talento oculto, unas condiciones excepcionales para escribir (una carta preciosa y unos versos perdidos?) y buscó todas las convocatorias posibles de premios y certámenes para autores noveles. Pasó a máquina, puso acentos, quitó reiteraciones, encuadernó con esmero artesano, y, siempre por triplicado, mandó a todos los concursos de España lo que salía de la pluma de su cuarto y mitad, mientras se apuntaba con él a cursos y cursillos de escritura y le compraba libros, le presentaba autores a los que ella conocía de su incansable no parar y moverse en mil frentes, cada vez más rodeada de amigos.

Al fin, él quedó el segundo de un premio de renombre y comenzó su ascensión, lenta y firme. Era un talento, ya lo sabía ella. Visitas a editores, correcciones de pruebas, cartas de gratitud a críticos y lectores y las niñas. Nacieron dos seguidas. Preciosas y cuidadas como sólo ella era capaz de cuidar y de amar. Cuando sean mayores, ya escribiré yo. Ahora me necesitan, los tres me necesitan.

Toda la familia y todos sus amigos la reñían por su trabajo incesante, por haber abandonado todos sus intereses, por su excesiva dedicación a las niñas que pintaban portentosamente desde muy pequeñas; la mayor, además, prometía ser una nueva Pavlova. Pero era feliz. Los triunfos de él eran sus triunfos y corría sin parar de un lado a otro. Respiraba a través de los suyos. No necesitaba más.

Imperceptiblemente, libro a libro, se fue quedando atrás. Un día cayó en la cuenta de que nunca iban juntos a ningún sitio; de que él le decía que era tonta y que todo lo hacía mal. La verdad es que era descuidada, estaba muy cansada y se equivocaba mucho y trató de esmerarse. Estaba tensa y olvidaba las cosas más simples y quería vivir, pero él estaba muy ocupado, escribiendo, concediendo entrevistas, dictando conferencias. Ya nunca iba ella. Quédate con las niñas; qué pintas tú allí.

El día que sus hijas estaban peleándose y él las separó, llamó puta a la mayor y le partió el brazo, ella ya se dio cuenta de que algo estaba haciendo muy, muy mal. No lograba el silencio en la casa que él necesitaba y se quejaba mucho. Después de los encierros mudos por la creación, quería ir con él a los viajes de promoción, a la firma de libros, a las cenas? Quería ver su sonrisa ante el aplauso, la única que aparecía ya en su cara. Cuando crezcan, le decía siempre él y tenía razón, pero ella tenía un fondo malo del que nunca se había percatado y seguía necesitando vivir el éxito con él; además, no tenían dinero, no tenía ayuda en casa y era un disparate pensar en dejar a las niñas para irse con él y, claro, se enfadaba, por eso casi ya no la hablaba y tuvo que irse a otra habitación. Estaba tan nervioso? y ella no sabía crearle el clima necesario. La verdad es que cada vez lo hacía todo peor.

Cuando su hija mayor le preguntó que cómo se llamaba, además de mamá, se dio cuenta de que él nunca la llamaba por su nombre y lo entendió. Estaba distante porque ella era un desastre. Cada vez estaba más triste y se sentía completamente sola. De pronto cayó en que jamás habían ido a cenar ni a comer a ningún lado y de que hacía diez años que no veía a ningún amigo, rompió a llorar y se dio cuenta de que no era la mujer adecuada para él, que no lo comprendía bien y que no lo hacía feliz y no supo qué hacer. Cuando le dijeron en el banco que su marido había dado la entrada para un piso, hacía varios años, entendió que no tuvieran dinero para nada y sólo le dolió que no le dijera que estaba comprándose un estudio para escribir en paz y le hirió horriblemente sentirse tan torpe como para no poder entender a su marido. Y aquella factura de una habitación doble en Huesca ¿Por qué le preocupaba tanto, si él le había dicho que fue un error del hotel? Era desconfiada y torpe y era lógico que, cuando quería hablar con él y pedirle que la quisiera un poco, reaccionara así. Que cayera por la escalera cuando la empujó para pasar fue un accidente y el día que le dio la patada en la cara, es que le había desquiciado llorando sin parar, encima de que le había dicho la verdad, que, qué más quería, si se había casado con ella que era una mierda y encima la aguantaba todavía.

Se dio cuenta de que la iba a matar. Aquellos ojos con que la miraba le daban terror. Se ponía tan nervioso y dormía tan mal, que cualquier día haría un disparate y ya le habían dado el Premio Nacional de Narrativa y se le mencionaba con insistencia para el Príncipe de Asturias. No podía ser. Destrozaría su carrera una cosa así. Las niñas ya son grandes, se dijo y esa señora que le llama tanto, de la que se reía porque no pudo acabar el bachillerato y que tiene todos sus libros, parece muy dulce y él ha comenzado a teñirse las canas. Y pensó en hacer algo al fin, pero era muy difícil, un psiquiatra amigo le dijo una vez, que el suicidio era una venganza atroz contra los que quedaban. No quería que nadie se sintiera culpable porque nadie lo era, sólo su torpeza, su ineptitud, pero le hubiera gustado tanto dejar una carta a las niñas? no se, decirles todo lo que las quería, que cuidaran del padre, pero no podía ser.

Tras un baño calentito y perfumado, se lavó la cabeza y la secó muy bien, mientras se peinaba con cuidado. Se cortó las uñas y se quitó los pellejitos. Hacía años que no hacía aquello. Incluso lo hizo con las de los pies. Se puso unas zapatillas bonitas de terciopelo y la falda que le gustaba a él. Qué vieja estaba. Hace ya tantos años que no me compro nada. La blusa más bonita, la de seda. Todo negro, al menos estar cómoda. No les puede chocar, siempre me gustó el negro. Pero que mayor estoy, cómo me va a querer. Hace tanto que no me miro al espejo que no me había dado cuenta, que barbaridad. Un poquito de colonia de violetas, no quiero oler a Cristasol

Cogió el limpia cristales y un trapo blanco y limpio. Frotó bien la escalera, que estaba hecha un desastre. Si es que no tengo arreglo. La llevó a la ventana, que abrió de par en par y la puso frente a ella. Se subió a la escalera y miró hacia el parque. Dudó. Es todo tan hermoso. Pero él ayer se hizo la maleta, nunca la había hecho. Ya no me necesita para nada. Ahora, cuando se tranquilice, dejará de pegar a las niñas. Tenía que haberlo hecho antes, pero soy tan cobarde? no tengo que quitarme las zapatillas. Todos se quitan los zapatos y no se tiene que notar.

Un chorrito azul en el cristal y un esmerado trapo. Miró la foto de las niñas que tenía detrás y se le llenaron los ojos de lágrimas. No, no podía llorar. Las lágrimas se deben notar en la autopsia. Sintió rubor de pensar en la autopsia y en su desnudez y rubor por lo que pensaría él de lo tonta que era, si supiera lo que había pensado en un momento así. De pronto, se dio cuenta de que ya no le importaba lo que él pensara, que nunca había dejado de ser un pobre hombre, que nunca había estado enamorada de él y de que no podría hacer nada sin ella, quizás la maleta aunque, cuando la hizo, se dejó los calcetines. Sonrió y se dio cuenta de que lo que estaba sintiendo era la venganza a la que se refería su amigo. Si no fuera por las niñas, me quitaba las zapatillas y se rió feliz de su maldad. Puso el pié en la barandilla, soltó el limpia cristales y el trapo, no quería morir con eso en la mano. Puso el otro pié y se tambaleó. Una enorme sensación de libertad le llenó el alma, al mismo tiempo que gritaba ¡Mamá!


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