Es algo de difícil explicación: si normalmente el resto de individuos se deprime con la llegada del otoño, la vuelta de las vacaciones y toda esa monserga que nos venden los psicólogos ávidos de pasta, a mí la explosión de luz de la estación que se avecina me produce un nosequé de revelación mis incapacidades, algo así como darme cuenta de todo lo que no he sido capaz de hacer tras proponérmelo unos meses antes.
Seguramente pensarán algunos que todavía falta un mes para que acabe el invierno y yo ya estoy aquí dando la barrila con mis cuitas emocionales. Tiene su explicación. Y es que este año, como los partos sietemesinos, mi depresión está empezando a mostrar sus primeros síntomas: cierta apatía, aburrimiento, desgana, desidia, inexplicable melancolía. Lo más curioso y preocupante es que esto sucede, en teoría, en momentos en que debería encontrarme feliz, ilusionado y con energías. Mis bríos se escapan por el sumidero del retrete, y comienzo a pensar que esa negatividad es la que motiva posteriores acontecimientos nocivos, y no al revés.
El año pasado, mi astenia me obligó a tomar diazepan o algún otro antidepresivo, ?sana? costumbre que no he abandonado del todo desde entonces. En algún momento de lucidez he querido pensar que, puesto que es algo que me sucede todos los años como por encargo, podría sacarle algún partido esperándola, no sé, digamos atiborrado de buen rollo. Pero entonces me doy cuenta de que eso es una chorrada tan grande como dedicarle un artículo entero a mi incurable depresión anual. Porque dar la paliza con esto debería ser delito punible.