Cuentan entre las cosas mientras resiste el cuerpo que donarlo a la ciencia es una indignidad. Que no se sabe nada a ciencia cierta de lo que harán los médicos, estudiantes, científicos, con ese saco infinito y terminal de huesos. Yo apuesto personalmente por esa luz al ciego si mis córneas resisten la última función. Si mi hígado es bueno. Mis pulmones vencidos, más negros que el tabaco que consumo y asumo, tal vez útil de estudio para algún buen hacer. Mi cerebro agotado. Mi corazón, aún.
Todo mi cuerpo. Si en la nada consumo el último aliento escrito he dejado el testigo de todo lo que he sido en forma presencial cuando ya no me cuenten. Por eso, tal vez, creo en un credo ateo en pos de los humanos que saben y comprenden los dones terrenales. Es el regalo último, puede que la razón.
Lacre de sangre. Puesto. Epílogo. Epitafio.
Temer la propia muerte es como abandonarse en vida. Temer, desconocidos, al encuentro o la nada donde no hay oración, ni bolsillos, ni tiempo a consumir. Por los que no murieron realmente de aquella enfermedad que reza la partida de defunción legal. Que murieron de miedo simplemente al pensar todo lo que no han hecho y lo que han hecho mal. El mal que ya está hecho, el bien que se olvidó. Los cajones del alma aguardan, sin derechos, un examen final donde se ha suspendido el curso vertical, la posibilidad, el gesto que no estuvo, la lección que se supo en teoría sin llegar a su práctica. No hay juicio final. La muerte es una excusa para sellar la vida.