Tuvieron su momento y hasta toda una época. Las fotonovelas eran el reflejo de una España quiero y no puedo y se encontraban en manos del llamado "servicio", es decir, las chachas, expresión que ahora suena incluso despectiva, no sé por qué. Aquellas chicas recién llegadas del pueblo que a durísimas penas -y penas de verdad- sabían estampar su firma en un papel, pero escuchaban la radio y veían -que no leían- las famosas fotonovelas, donde historias de amores posibles e imposibles se plasmaban en rostros infames, expresiones de terror, ojos inocentes y besos que no se daban del todo.
Opinión | 14 de mayo de 2010Creo que tienen mucho que ver con los culebrones, antes de que la televisión se encontrara en los cuartos del servicio, de ese que ya no tenemos porque cuesta un dineral, sustituído por "la asistenta", que viene dos o tres veces por semana como mucho y a los pocos que se lo pueden permitir. Las chachas constituían todo un mundo uniformado, siempre de estar por casa y en casas que no eran las suyas.
Recuerdo a Eloísa, que todos los domingos acudía a misa con sus amigas del barrio y le cogía a mi padre el código penal de la librería, porque era un libro negro encuadernado en piel y con papel de arroz dorado en los cantos. La pobre no sabía leer y lo mismo le daba Málaga que Malagón. La ví llorar muchas veces escuchando el consultorio sentimental radiofónico de Elena Francis. Siempre me produjo cierto desasosiego la voz de aquella mujer y sus consejos. Era todo tan tétrico y complicado que yo no tenía ninguna intención de crecer, mucho menos de ser mayor y pensar en los novios, porque el drama estaba servido. Un horror. No entendía, tampoco, el verdadero significado de las fotonovelas, que se me antojaban irreales puesto que todas terminaban casándose o metiéndose monjas para olvidar al gran amor de su vida, un tipo con cara de imbécil que hacía promesas. Todos los finales no podían ser tan felices ni tan desgraciados.