Para cuando te mueras no seré yo quien hable. No seguiré homenajes fariseo-farsantes, orinaré el veneno de todos los brebajes, sobre tu esputo último escupiré, rendida, la muerte de un poeta que vivía entre sombras, barrotes y esperpento. Tu seguro cadáver será expuesto a las masas, y el hombre que en su día se alejaba entre sombras de tanta aparición, será sin duda un mito desgranado a conciencia, un reconocimiento incómodo postrado en su basura.
Para cuando te mueras yo ya habré escrito esto, y te diré que el limbo es el paso al infierno, el peaje maldito, la impaciencia salvaje, el discurso rendido ante un último traje que algún maestro docto colocará en tu cuerpo para dignificar lo que nunca fue digno, para librarte a cuestas de la angustia, el delirio, la sodoma incesante y el sexo que te queda como reflejo crítico, espasmo de la lengua, brutalidad flagrante que habrá pasado en vano con varias reverencias. Por eso, Leopoldo, me anticipo a tu muerte antes de que suceda. Serás expuesto en público en un lugar sagrado, tus derechos de autor se quedarán cobrados en manos de cualquiera que pudo atragantarte. La sangre de tu sangre, la poca que te queda, hablará de quien fuiste, de la horca y la terma que ha arrugado tu piel hasta desvanecer. Un desmayo infinito, una boca que yerra, una concreta luz que ya no será humana. El muerto que se muera se alzará sobre todos, los perdidos, los locos, la generación puesta y el peso de las sombras, fantasmas de tu engendro, fin de saga, marmotas, ratas que aun reposan sobre el libro arrugado, tu tabaco, el pulmón, el admirado estrecho, atajo entre tus venas con la señal prohibida por ser el mejor malo, el molesto, imposible, retorcido Satán.
Descansarás en paz maldiciendo las flores, los barrotes de un hierro que no arderá jamás, y una cruz sin sentido empeñará tus joyas, los libros que has escrito, la mente demencial. No te harán boca a boca, no pulsarán tu pecho escuálido y caquéctico, fingirán que tus dientes han mordido el estrecho y varios algodones colocados muy dentro del rostro que te ocupa pretenderán entonces dignificar lo indigno. Aullarán cien mil lobos, se pintarán los indios y un féretro de roble acogerá ese seno, maternal, desalmado, abandonado, perro. Para cuando te mueras, Leopoldo, yo ya habré escrito esto.