Y se hizo el silencio. Sólo yo suspiré, sacando aire hacia fuera, aunque estuviera dentro. Suspiré nada más. Todavía lo juro. Suspiré.
-¿Tú te alegras de esto, verdad, hija de puta?
-Yo no me alegro de la muerte de nadie.
-Roja de mierda. Catalana tenías que ser.
-Lo que tú digas.
Horas más tarde se puso la televisión. Aquel hombrecillo gris lloriqueaba, y le miraba yo sin inmutarme.
-Tú te alegras. Se te nota.
-Yo no he abierto la boca.
¡Viva España! -gritaron-. Pero yo no. Y al día siguiente, pretendían que fuésemos a despedir al muerto. Nos sacaban a la calle, madre. Y por salir habríamos besado a un sapo. Sólo para respirar aire del de verdad, contemplar los tres colores del semáforo, recoger unas cuantas hojas de los árboles y mirar escaparates. Eramos quienes éramos, y se notaba mucho.
-Yo no voy a ir, madre.
-Te comprendo.
-¿De verdad?
-Sí. A mi padre le mataron los nacionales ¿sabes? ...soy monja, pero no tonta.
-Todas me están insultando.
-Déjalas. No entienden nada.
La madre colocó sus brazos sobre mis hombros. Sonreía.
-Te acompaño en el sentimiento, Consuelo.
-Y yo a usted, hermana.
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí libre.