Realidad y ficción. La creación de un personaje

Corro el riesgo de adentrarme en las procelosas (y a qué negarlo, la mayoría de las veces aburridas) aguas de la teoría literaria. Pero qué se le va hacer: en los últimos días ando enfrascado en una conferencia sobre dos tipos que tienen que ver, más o menos subsidiariamente, con la literatura: fray Pedro de Alcántara y Manuel Gutiérrez de la Concha. Y se me ocurre (a cada cual lo suyo) hacer una reflexión sobre la relación de dos ámbitos de carácter fenomenológico que han influido, y de qué manera, cabría decir que más que ninguna otra cosa, en los parámetros de creación no sólo literaria sino artística: la realidad y la ficción, la inserción de la realidad en la ficción, la adecuación de la ficción a la realidad, los motivos de lo real en lo creado, o lo que viene a ser lo mismo, el principio de mimesis, o su paso de la propia imitación a la representación de lo real, a la diégesis.

Cultura | 29 de marzo de 2010
Domingo C. Ayala

Para los griegos esta imitación de la naturaleza, y tomemos ese término como sinónimo de la realidad para nuestros propósitos, esa imitación, decimos, es la base de todo conocimiento y aprendizaje. Pero no es menos cierto que desde las teorías científicas de Heisenberg y su principio de incertidumbre, o los análisis estructuralistas y semióticos de Nelson Goodman, sabemos que la realidad no es única ni estática, y mucho menos que su conocimiento pueda ser objetivo. La representación, interpretación o imitación de lo real viene constreñida, matizada y muchas veces determinada por la visión del ojo del artista, incluso por factores ajenos a sí mismo como puedan ser la cultura o las mentalidades colectivas. No hace falta señalar que los conceptos o nociones de época, más allá de condicionantes historicistas, son hoy admitidos como parte de la recepción de la obra y si se quiere, rizando un poco el rizo, como motivador o elemento explicativo de la misma.

Lo anteescrito, siendo rigurosamente exacto para casi la totalidad de las artes, tiene unas aplicaciones especiales en el ámbito de la literatura, donde la expresión de la realidad se ha tomado desde antiguo como una marca que sobrepasar o a la que acercarse, configurando movimientos y corrientes de diversa índole que siempre se han caracterizado por sucederse en un continuo escorzo afirmando o negando los predicamentos de la verosimilitud y la invención.

Para el novelista la asunción de uno u otro patrón supone desde el principio adscribirse a unos cánones, a unas pautas que deben marcar el desarrollo de su labor creadora dirigiéndole en un sentido concreto. Una novela es la puesta en práctica de un artificio, pero también de una estructura que debe mantenerse de acuerdo a unas leyes y según unas cuestiones y características que el escritor debe dominar, debe ordenar de cierta manera para lograr su objetivo. Todo texto es o debe ser, en buena teoría, un todo cohesionado, coherente y ordenado. Y aquí es donde nos surge el primer escollo, porque resulta que la realidad no es ordenada, sino caótica. Nuestro mundo no es una representación pictórica, estática, sino que está en continuo movimiento, en permanente cambio y contradicción. El suelo sobre el que asentamos nuestro edificio imitador está profundamente resquebrajado, lleno de grietas. ¿Cómo ser entonces fiel a estos dos enjundiosos asuntos? Pues mi opinión es que es sencillamente imposible, no sé si la realidad supera a la ficción o viceversa, lo que sí tengo más o menos claro (porque en estas cosas nunca puede uno estar demasiado seguro), es que ficción y realidad son esferas distintas que sólo están unidas por un tenue hilo de inspiración por más que se traten los mismos hechos, situaciones y personajes.

Hay diversos géneros novelísticos que tratan de representar fidedignamente lo sucedido en una pretendida realidad de época. Existe la novela histórica, cuyo mejor representante en nuestras letras sería Pérez Galdós con sus Episodios nacionales (y menos Catones o Catedrales Barcelonesas). También la novela reportaje, que Sender transita en Imán y sus crónicas de la guerra de África (tampoco vayan a pensar que eso lo inventó Truman Capote en A sangre fría). Y algo parecido es lo que se viene llamando novela documental, que sería lo que Javier Cercas hizo con su Soldados de Salamina y, más recientemente, Anatomía de un instante. Sin embargo, tengamos en cuenta las palabras de uno de nuestros más prestigiosos novelistas actuales, Javier Marías, que extracto directamente de su discurso de ingreso en la RAE: «Cualquiera que se dedique a contar algo pretendidamente verídico, algo ocurrido o acaecido, sea un cronista, un historiador, un memorialista, un biógrafo, será siempre susceptible de ser corregido, enmendado, aumentado o desmentido». Esto, que sin duda podemos aceptar para los escritores de no ficción, es también del todo válido para los subgéneros narrativos antecitados, porque cuando Galdós novela el siglo XIX español lo hace valorando, recreando y juzgando veladamente unos hechos que en buena parte le son ajenos, e incluso los que hubieran sido vividos en primera persona, como pueda ser el caso de Sender, no pueden ser contados en su plenitud, sino desde una sola perspectiva, la del autor, que como hemos dicho está condicionada por su propio ojo, inevitablemente. La mirada aséptica en literatura es imposible.

Existe otra tendencia en la novela actual que parece estar consiguiendo establecerse como discurso mayoritariamente aceptado en determinados círculos críticos y de prestigio, ésos que manejan lo que en un giro foucaultiano podríamos llamar ?discurso de poder?. Me refiero a la denominada autoficción, que debemos diferenciar de metaficción, ya que este último concepto englobaría exclusivamente las novelas que hablan de novelas, y el primero concibe la mezcla de elementos reales (propios generalmente del novelista) y elementos fictivos en la narración que se confunden entre sí hasta crear un aturdimiento en el lector que acaba siendo incapaz de diferenciar los unos de los otros. Estas novelas, narradas en primera persona, y como dice el propio Cercas «tienden a hacer creer a los lectores que la voz que cuenta la historia es la que se ajusta a la realidad de su autor, cuando tampoco ello es cierto, puesto que lo que hace aquél es esconderse tras una máscara, un supuesto yo inventado que desgrana una supuesta realidad también en buena parte inventada: la realidad de su no yo».

Según todo lo explicado, ¿qué conclusión podemos sacar en cuanto a la composición de un personaje se refiere? Tomemos un héroe o protagonista real, histórico, y encuadrémoslo en su contexto epocal sin que desentone, es decir, sin inventar nada. Situando al narrador en una perspectiva externa y omnisciente, es decir, utilizando la tercera persona narrativa, el novelista se obliga a explicar un mundo que no solamente no es el suyo, sino que tampoco es el del propio narrador, con lo que se crea un doble juego de ausencias reales, de traslados y representaciones que acaban por difuminar en gran medida la referencia, y convierten al texto en una realidad independiente, nueva, creada por una suerte de demiurgo literario. Los integrantes de ese mundo, por tanto, no serán quienes fueron en la realidad, sino tipos nuevos que asombrosamente puedan guardar relación con sus reflejos naturales, pues es el antojo del creador y no otra cosa lo que de ellos hace posible que sean entes y no entelequias. Indudablemente todo novelista prende de su alrededor materiales para sus obras, pero el préstamo se queda ahí, en el umbral de la creación, en un aspecto más motivador por parte de la realidad que deudor por parte de la ficción. Y esto, aun queriendo que no fuese así, aun pretendiéndolo algunos novelistas que se consideran adalides del realismo, no tiene más remedio que ser de esta manera que por otra parte, me parece la mejor y más hermosa.



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