Hemos retrocecido tantos años que incluso la avanzadísima tecnología se burla de nosotros. La ley mordaza impide poner las cosas en su sitio y menos en nuestra propia boca. Te la van a partir en menos que canta un gallo y serás el más ínútil de los terroristas, llamado por ellos, condenado al silencio.
Las redes, como telas de araña, atrapan para espiarte, para seguir tu rastro seas quien seas y digas lo que digas. Y ni siquiera tener nada será ya suficiente, te sentarán en cualquier banquillo aunque duermas en un banco. Llamarán a tu puerta con esa citación, por calvatrueno, insumiso, rebelde, antisistema. Por cualquier cosa que seas o no seas. Por escribir, en sí, sobre su suma.
La realidad se esconde, la palabra se mutila. Si dices lo que piensas estarás condenado. Los trucos del oficio, pese a todo, son asuntos del sabio que maneja su propio paraíso. La literatura es un cielo protector que solo conoce quien escribe, y la tierra se ha inundado de mentiras compradas al mejor postor. Solo el que apuesta por continuar sabe del precio, de su dolor de espalda, de las noches en blanco y las ojeras de búho. No importa la edad. El tiempo te recorre como la sangre en vena, latente, tibia y necesaria. Que nadie se aleje de las palabras, ni siquiera por hambre. Ni siquiera por miedo. Ellos no pasarán. Les quedan muy pocos meses, y el atropello debe ser general. Demos la cara como casi siempre, aún a riesgo de que nos la partan. No vivas tranquilo, porque estarás perdido. No tiendas a lo cómodo, continúa siendo incómodo. Yo sigo en el lado amargo, guardando los terrones de azúcar de los bares, tragando ese café negro que espabila al dormido.