De un tiempo a esta parte, decir la verdad es hacer demagogia. Los pelos en la lengua han sido rasurados como se afeitan los Montes de Venus, la gente no se corta y expresa su protesta como quiere y puede. Anoche, en la entrega de los Premios Goya, Candela Peña se plantó con un par sobre el escenario. Es una actriz salvaje, racial, dulce y contestataria. No me gusta, me encanta. Atrapada en sus redes desde Días Contados, la he seguido, y la sigo. Me interesa. Tiene el don oportuno de la gran inoportunidad, es de las que se planta cuando no actúa. Princesa.
Cultura | 18 de febrero de 2013La echaba mucho de menos. Más grande que esa pantalla que la ocupa, ha estado tres años sin trabajar.
Estatuílla en mano, dijo que su padre había muerto en un hospital público donde no había ni mantas para tapar a los enfermos. Tampoco agua para beber. Ha tenido un hijo y no sabe qué educación pública le espera. Se despidió pidiendo trabajo porque le tiene que alimentar.
Seguí la gala desde la mínima pantalla de mi pequeño portátil, y la seguí con mi amiga Chus Gil, actriz de doblaje, sin decírselo. Pero sé que lo sabe. La imaginé en su casa de la Latina, tan pendiente como yo. Tan espectante y recta como lo son sus cosas. Tan sumamente delgada como yo. Y aparece Candela. Esperaba un esputo bañado de platino, con una pistola en cada mano, exactamente igual que habríamos disparado nosotras cualquier arma de fuego.
Esto hay que mojarlo. Cuando una se moja vestida de blanco -y no para casarse- con un vestido largo que le importa muy poco, se planta en el escenario y suelta lo que le pide el cuerpo, hay que agitar esel cuerpo que calentó la mente, porque tiene que llover, tiene que llover a cántaros.
Bravo, Candela Peña. Con un par.