Tras el rastro de Nefertiti

Tras el rastro de Nefertiti

Un viaje "Egipto adentro" para quienes se aventuran lejos de las rutas turísticas. Aquí no ayudan ni los mapas, ni las arcaicas señalizaciones en las carreteras. Se persiguen faraones preguntando de aldea en aldea a lo largo del camino.

Egipto | 22 de febrero de 2009
Lalo de la Vega

¡Si! Estas son las columnas del templo y este es el altar principal. Según el esquema, aquí debe haber una puerta secreta de acceso. Me viro hacia el norte pero sólo veo un montículo de arena acumulada por el viento del desierto. No obstante sigo caminado en esa dirección... y en efecto, tras la duna hay una interrupción en la muralla del templo que denota una puerta. Unos pasos atrás comienza otro muro, el de la Residencia Real, también con un pórtico disimulado. Sin dudas, por aquí entraba la familia real al templo. Observo los planos... Este debe ser el corredor, estas las habitaciones de las princesas, el jardín interior y al final está la alcoba de de una de las mujeres más enigmáticas de todos los tiempos: la faraona Nefertiti, la bella que viene.

El esposo de la bella fue un faraón muy discutido, el primero en intentar introducir el monoteísmo. Según la tradición, subió al trono como Amenofis IV, aunque pronto quiso que sólo se adorara al dios Atón, el disco solar. Entonces hizo cambiar su nombre por Akenatòn, el hijo de Atòn. Su nuevo culto se oponía a las costumbres de siglos que dictaban la vida cotidiana en el imperio, lo que lo obligó a entablar contra el clero una guerra de influencias que terminó por perder. Al calor de esa contienda, trasladó la capital del imperio desde Tebas hasta una zona "que no hubiera sido nunca tocada por la mano del hombre, donde sólo Atón (el sol) se hubiera posado". En los viejos jeroglíficos egipcios el signo "-\_/-" significa "horizonte" y precisamente una depresión entre las montañas del desierto que circulan el lugar dibujan ese símbolo, como lo he podido comprobar hoy por mí mismo. Este detalle fue el que dio el toque final cuando el joven soberano cabalgaba a lo largo del Nilo buscando un emplazamiento para su nueva urbe, que se llamaría Akhetatòn, La Ciudad del Horizonte de Atón. En nuestros días el lugar es conocido por el nombre árabe de Tel el Amrana, o simplemente Amarna, una aldea de campesinos pobres con edificios sin pintar, calles sin asfalto y casas sin agua corriente. Hasta esta remota población, donde en vez de autos circulan carretones de caballos, se habían encaminado hoy mis pasos de trotamundos.

Para llegar a Amarna viajamos más de 350 km desde el Cairo. Primero avanzamos veloces por la nueva autopista que atraviesa el país de norte a sur, paralela al Nilo. La carretera se construyó en el desierto, a unos 20 km del río, para no afectar cientos de hectáreas de las tierras fértiles del Valle de Nilo. Luego atravesamos dos oasis y nos sumergimos en un laberinto de aldeas a lo largo del valle. Había que seguir por calles secundarias, y terraplenes tejidos en la campiña salpicada de dátiles, caña de azúcar y plantaciones de un inolvidable verde brillante. El contraste entre la pobreza de los campesinos y la belleza del paisaje no puede ser mayor. Cada metro cuadrado el valle está cultivado. Numerosos canales, construidos desde la época de los faraones, llevan la humedad a los cultivos y sus aguas reflejan las esbeltas palmas que absorben el néctar de la vida desde el suelo para desplegar al sol los verdes de sus follajes recortados en los azules del cielo. La paleta de colores hace de Egipto un lugar mágico.

Ha sido un recorrido "Egipto adentro" para quienes se aventuran lejos de las rutas turísticas. Aquí es inútil el más moderno de los mapas, pues no refleja las condiciones reales del terreno y las muy escasas señalizaciones en las carreteras son arcaicas. Se avanza preguntando de pueblo en pueblo, de aldea en aldea a los campesinos que encontramos por el camino.

Muchos nativos nos daban direcciones falsas con sus mejores intenciones, pero sin saber a ciencia cierta donde quedaba Amarna. Lo hacen inspirados por su arraigada costumbre de ayudar al viajero, aunque no puedan. Otros, disimulan su ignorancia con la hospitalidad y en vez de indicarnos la ruta, nos invitaban a una taza de te en su casa. Pocos conocen a Amarna y muchos menos a Nefretiti. En realidad tampoco les interesa. A ellos les importa el hoy y el ahora. Los campesinos tienen otras preocupaciones y la imperiosa necesidad de sobrevivir el día a día. Para ellos es impensable que alguien venido desde tan lejos se pueda interesar por una reina que vivió 34 siglos atrás.

Además Amarna no es archifamosa como las pirámides de Giza y ni es un gran centro turístico como Luxor y Assuan. Es un pequeño caserío dormido en un letargo de tres milenios donde sus habitantes utilizan aún los métodos de los primeros asentamientos árabes a las orillas del Nilo del siglo X.

Tras incontables paradas para preguntar y cuatro horas de camino, llegamos a la margen occidental del Nilo. El pueblo de Amarna se alza en la otra orilla y como allí no hay puente, tuvimos que esperar por el ferry que conecta ambas riberas. En vano busqué con la vista un muelle o un espigón. El barco atraca directo en la tierra arenosa de cada una de las márgenes, por eso a uno de mis dos amigos egipcios le preocupaba que nuestro auto pudiera caer al agua. Yo confiaba en que el capitán de la embarcación ya era experto en esos menesteres de atraques fluviales y esperamos pacientes en fila detrás de otro coche.

Cuando ya nos disponíamos a embarcar, tres camionetas de la policía surgidas de una nube de polvo abordaron en barco antes que nadie, luego de pasar junto a la hilera de espera sin el menor de los respetos. Empezaron a controlar quien subiría y al enterarse que yo era un hagüeva*, se armó un gran revoloteo porque mi visita no estaba registrada con antelación y si me pasaba algo era su responsabilidad. Egipto es un país que vive del turismo y la protección a los extranjeros es la prioridad estatal número uno desde los atentados a los turistas en el Valle de los Reyes en el 2001. Se desató una acalorada discusión en árabe -de la que entendí muy poco y quise haber comprendido aún menos- entre los chóferes, la tripulación del barco, mis amigos, la policía y una infaltable nube de curiosos. Cada cual daba su opinión muy democráticamente, hablando a gritos para que su voz fuera la mas oída, gesticulando a mano abierta y señalando al río, al barco, a la larga cola, al tumulto de gente y a los cuatro puntos cardinales. E1 final de aquella clase magistral de la lengua de Mahoma fue que nuestro auto fue puesto en medio del ferry y crucé el Nilo escoltado por tres patrullas policiales. Nunca en mi vida me había sentido tan importante.

Una vez en Amarna, me explicaron que para ver la tumba de Akenatòn debíamos llevar con nosotros al amo de llaves del sepulcro. Así me vi viajando junto a Ahmed, un típico árabe de unos 50 años, con su turbante y su chilaba gris, una camisa larga hasta los tobillos, típica de Egipto. El rostro curtido por el sol y su bigote de sultán le daban un aspecto severo, sin embargo su sonrisa sincera y sus ademanes de niño se encargaron muy pronto de hacerme sentir cómodo en su presencia. Yo era su primer y quizás único cliente del día. Avanzamos unos 15 kilómetros en dirección oeste por un terraplén que se escurre entre las colinas del desierto.

En un recodo del camino nos detuvimos ante una pequeña construcción de concreto. Era la planta generadora de la tumba, que nuestro guía se encargó de poner en marcha, pues esa zona no está electrificada.

Más delante, en la ladera de un cerro, encontramos un techo sostenido por columnas de hormigón custodiando la entrada de una escalera esculpida en la roca viva. Los escalones impecables bajan hasta las entrañas de la tierra y allá, en el fondo, Ahmed me abrió con parsimonia el enrejado faraónico- nunca mejor dicho- que cubre la entrada. Más que rejas, para mí se abrían las puertas del cielo. ¡Tenía la tumba de Akenaton mi para mi solo! Podía inspeccionarla a mis anchas, algo impensable en otras regiones donde, para proteger los sepulcros del turismo en masa, muchas necrópolis sólo permiten visitas limitadas al público.

Me sumergí en el intrincado sistema de galerías, admirando la perfección de los túneles y arcos ejecutados con instrumentos tan primitivos y magistral precisión.

Yo llevaba un plano en tercera dimensión del recinto y quedé maravillado de ver como pudo realizarse una obra de varios niveles subterráneos a la luz de las antorchas. Aquí vimos la cámara de las princesas, allá otra destinada a los tesoros secundarios, al frente un nicho nunca terminado para nuevos descendientes y más allá una posible puerta de escape. Al final, protegida detrás de una fosa, encontramos la espaciosa cámara real. En el centro un rectángulo de piedra recuerda el lugar donde estuvo el gran sarcófago y en las paredes varios jeroglíficos vírgenes, cuentan historias que no han sido descifradas todavía. En otras bóvedas nos esperaban dibujos que nunca llegaron a terminarse.

Ahmed me explicó el ingenioso sistema de fosa y puente colgante con el cual se protegió la entrada a la cámara real. Una vez terminado el entierro del faraón, con toda la bóveda repleta de ofrendas y joyas, dos siervos sellaron la puerta de entrada y destruyeron el puente colgante sobre la fosa, por lo que nadie podría entrar. No obstante los asaltatumbas se las arreglaron para saquear los tesoros de Akenaton, aunque no pudieron llevarse el pesado sarcófago de piedra y la momia, los cuales pude ver al día siguiente en las salas del Museo Egipto del Cairo.

De regreso en Amarna recorrimos las ruinas de los palacios y templos de la antigua capital. Apenas se ven las señales que denoten el pasado glorioso de la ciudad y hay que buscarlas con lupa debajo de las dunas de arena.

Al morir Akenatón, el gobierno regresó a Tebas y Akhetatòn quedó abandonada. La Ciudad del Horizonte de Atón existió apenas 20 años, un pequeño punto en la larga línea de la historia de Egipto. Por ello es un paraíso arqueológico ya que son muy fáciles de datar todos los hallazgos encontrados aquí. Pese a que ya desde principios del siglo XX se realizaron investigaciones en Amarna, es aún tierra virgen para los arqueólogos.

Del palacio del norte quedan algunas paredes y el nicho de lo que fue un estanque rectangular que servia como espejo de agua a los banquetes de la corte y las recepciones oficiales.

Pasamos junto a la casa del escultor Thutmoses, de la cual apenas se preservan paredes de ladrillos de medio metro de altura. Sin embargo en el taller de este artista se encontró el mundialmente famoso busto de Nefertiti que hoy preside el Museo Egipcio de Berlín y otro busto inconcluso de la faraona que se guarda con celo en el Museo Egipcio del Cairo.

Avanzada la tarde un anciano motado en un borrico nos indicó como llegar al Pequeño Templo de Atón, la única edificación que ha sido restaurada. La fachada del templo está protegida por una cerca de alambres espinosos y al llegar nosotros, vino a nuestro encuentro el custodio del lugar. Era un duplicado de Ahmed, pero su chilaba era de color carmelita oscuro y además portaba un fusil. Mis amigos enseguida abandonaron todo intento de entrar al recinto, pero yo no había venido desde tan lejos para dejarme vencer tan pronto. El guardia hablaba tanto inglés y como yo árabe, por eso nos entendimos muy bien en el idioma universal de las señas. Cinco minutos, varias sonrisas y 20 libras** mediante, no sólo nos permitió entrar, sino que también nos explicó algunas cosas interesantes sobre la historia del templo y su restauración. Así supe que durante la reconstrucción para volver a erigir las columnas se emplearon rocas originales combinadas con imitaciones de yeso.

En la antigua capital este templo ocupaba una situación privilegiada, pues estaba junto a la Residencia Real y al Gran Palacio Imperial. Saqué de mi bolsillo el plano de los edificios y pude recorrer todos los recodos del templo y luego de la Residencia Real, incluyendo un enigmático puente que une a esta última con el Gran Palacio Real. Para gran asombro mío lo cimientos del puente se mantienen intactos y puede palparse cada una de las hileras de columnas que lo sostenían.

Sin embargo la parte oeste del Gran Palacio Real fue devorada por el Nilo y la mitad del terreno de antiguo palacio es ahora un potrero, pues por aquí mismo pasa la línea divisoria entre el valle fértil y el desierto estéril. Bajo frondosos árboles rumiaban vacas tristes que vez de leche, daban lástima. Nunca pensé el chiste pudiera ser tan real, los infelices animales caminaban casi con la osamenta por fuera.

Así y todo, no pude contener la risa cuando mi improvisado guía trató de explicarme en tono solemne:

-Allá, donde están ahora las vacas comiendo caña, estuvo antes la sala del trono.

Me hubiera pasado muchas horas más investigando aquellos muros milenarios junto a la depresión del horizonte de Atón, pero no quise extralimitar la generosidad de mis amigos egipcios. Pusimos proa al embarcadero guiándonos por el edificio de la escuela. En el Egipto de hoy existen escuelas públicas hasta en la más pobre de las aldeas y son muy fáciles de identificar, pues todos los edificios son iguales. Además, en el campo y en la ciudad se imparte el mismo programa de estudios.

Regresamos cuando el disco de oro de Atòn ya se hundía en las palmeras del Nilo. Volvimos a desandar el laberinto de aldeas preguntándoles a los campesinos. Luego, ya de noche, la moderna autopista nos llevó veloz al Cairo. Viajamos con la luna creciente sobre nuestras cabezas iluminando el desierto. Las aventuras "Egipto adentro" tocaban a su fin. Llegamos a la gran capital nada menos que por el barrio de Giza, justo a tiempo para ver como el astro plateado de la noche se posaba tranquilo sobre una de las pirámides.

* hagüeva: Así llaman en Egipto a los extranjeros occidentales o de tipo europeo. Además llaman "árabes" a los habitantes del mundo islámico y "africanos" a los negros del África sub-sahariana, olvidando que ellos mismos también son árabes y africanos.

** libra egipcia: moneda de Egipto. Cinco libras equivalen a un dólar, según el cambio actual.


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