El malecón egipcio

El malecón egipcio

La carretera nos llevó en tres horas por el desierto hasta la ciudad preferida por los propios egipcios para pasar sus vacaciones de verano, que allá duran tres meses.

Egipto | 09 de mayo de 2009
Lalo de la Vega

Con cerca de cuatro millones de habitantes, Alejandría es la segunda metrópolis y el puerto más importante del país, en el Mediterráneo. Sin embargo, apenas es visitada por los turistas extranjeros, que casi siempre vienen detrás de los misterios de las momias y los jeroglíficos.

Es una ciudad industrial fundada por Alejandro el Grande, de ahí viene su nombre, muchos siglos después de la construcción de las pirámides. Fue la capital cuando Egipto pasó a ser una provincia del Imperio Romano y era gobernado por la última dinastía de faraones, la de los Ptolomeos.Precisamente, la última faraona de esta dinastía fue la reina Cleopatra, famosa por haber seducido a dos emperadores romanos: Julio César y Marco Antonio.

Lamentablemente, los grandes monumentos que hicieron famosa a Alejandría en el ámbito mundial han desaparecido, y eso también disminuye el atractivo turístico. Antes se erigía en el centro de la ciudad un obelisco llamado "La Aguja de Cleopatra", a pesar de que no tener ninguna relación con la faraona. Dicha aguja se levanta hoy en Londres, al igual que otras miles de valiosísimas obras del arte egipcio que han sido sacadas del país.

El fastuoso palacio de la faraona a la orilla del mar sucumbió bajo las olas. Se han hecho varias expediciones buscando sus restos, pero no ha habido resultados contundentes al respecto. Algo parecido sucede con la famosa Biblioteca de Alejandría, la más completa de su época, la cual fue incendiada por los romanos durante la toma de la ciudad.

En fecha reciente se construyó una nueva y moderna biblioteca con la ayuda de constructores de varios países. Igualmente famoso es el Faro de Alejandría, una de las siete maravillas del mundo antiguo, construido en la Isla de Faros (de ahí el nombre de "faro") junto a la costa de la ciudad. En su lugar se levanta hoy un fortín, erigido por los árabes varios siglos después utilizando las propias piedras del antiguo coloso, que fue destruido por un terremoto. A partir de este fortín, en dirección este, empieza el Malecón de Alejandría, parecido en algo al de La Habana, pero con la variante de tener playas que hacen las delicias de los habitantes de la ciudad y de los turistas nacionales. En esas playas es normal ver a las mujeres egipcias bañarse con sus largos ropajes mientras los hombres lo hacen semidesnudos.

Al final del malecón se encuentra uno de los rincones más pintorescos de la ciudad: un parque en el medio del cual se erige un verdadero palacio de Las mil y una noches, erigido en una indescriptible mezcla de estilos al capricho de un sultán árabe. En la actualidad, el castillo sirve para recibir visitas de alto nivel y dentro del mismo parque hay un moderno hotel a la orilla del mar y un casino exclusivo para extranjeros, pues la moral islámica no permite los juegos de azar. Encontramos allí un bello restaurante para los simples mortales, donde almorzamos deliciosos manjares árabes.

En las catacumbas de la parte vieja de la ciudad se ve con claridad la combinación de estilos egipcios y romanos, así como la llamada "Columna de Ptolomeo" (que tampoco tiene nada que ver con Ptolomeo), construida en estilo romano y rodeada de esfinges egipcias.

Sin embargo lo más fascinante de este viaje fue el entrar y el salir del casco histórico de la ciudad. Para entrar, nuestro bus avanzó a velocidad de tortuga por una estrecha calle y atravesó uno de los caóticos bazares de la ciudad con su incesante hormigueo de vendedores, compradores, curiosos, paseantes, empleados y hasta adolescentes que a esa hora salían de la escuela.

Por la calle también circulaba el tranvía, y ese día estaban reparando una líneas del tranvía, que parecen haber sido estrenadas por Cleopatra. Por lelo que los buses, carretones, caballos, bicicletas, peatones, autos, camiones y animales de carga se disputaban los unos a los otros hasta el último centímetro de la estrecha franja de asfalto que quedaba entre la zanja de la reparación de los rieles y las paredes de los comercios, quioscos y estantes del bazar.

Nuestro chofer iba haciendo malabares para no atropellar a nadie en la orilla y, al mismo, tiempo no caer dentro de la zanja, lo que hubiese provocado que se volcara el bus. Cuando pasamos aquellos tramos sanos y salvos, todos los pasajeros aplaudieron al chofer como si fuera el piloto de un avión que acabada de hacer un aterrizaje perfecto, y una turista alemana que iba temblando, exclamó: "¡Los choferes egipcios no tendrán licencia de conducción, pero son los mejores del mundo!".

La salida también fue "faraónica". De nuevo cruzamos el peligroso tramo de la zanja en el bazar; aunque para que la felicidad fuera completa, unos pocos metros más allá, el tranvía que iba delante de nosotros (que debía ser de la época de la Antigua Biblioteca y el Gran Faro) se rompió en una curva y obstruía por completo el tráfico. Entonces pudimos admirar el milenario arte egipcio... de conducir. Esta vez la lucha era por cada milímetro de terreno a ganar en aquel caos, donde "la única regla es que no hay reglas" y cada cual pujaba a su manera por salir de aquel atolladero. Mientras esto sucedía, un árabe en la orilla fumaba apaciblemente su pipa, otro se preparaba un té y una anciana egipcia de largo velo seguía vendiendo panes, que exhibía en un manto sobre el suelo. Nuestro bus quedó atravesado en el medio de la calle, lo que si bien no era una posición muy cómoda para nuestro aguerrido chofer, me permitió ver qué pasaba a ambos lados. Fue así cómo pude descubrir a dos intrépidos vendedores ambulantes que aprovecharon el tranque para venderles botellas de agua fría a los sedientos turistas de otros buses y, más allá, a un mercader, aún más emprendedor, que había instalado su puesto de venta... ¡dentro de la misma zanja!

Una hora y media más tarde, luego de múltiples intentos, fallos, logros, avances y retrocesos; rociados de esporádicas broncas y dis­cusiones, que por suerte no entendí por ser en árabe, avanzamos unos cinco metros y, poco a poco, salimos de aquel tu­multo de objetos rodantes no identificados. Luego del co­rres­pondiente aplauso al chofer, nuestro guía de turismo se apresuró a expli­carnos: "Por favor, no vayan a pensar que esto ocurre todos los días y en todas las partes de la ciudad. Normalmente el tráfico no se tranca de esta forma, sino que es mucho peor".

¡No siempre uno tiene la suerte de poder salir tan rápido!

Pobre Cleopatra... ¡No sabe lo que se perdió!


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