Ramadán a la Francesa (Mosaico Tunecino)

Una pareja disfruta en la terraza de un café de la brisa junto a los árboles del bulevar. Se miran de forma romántica y se toman de las manos mientras saborean un té. Están tan sumergidos en sí mismos que pasan por alto el diminuto detalle de que la mesa a la cual están sentados está a escasos centímetros de una alambrada de seguridad.

Viajar | 24 de noviembre de 2011
Israel Benavides

Dos costados de la terraza están rodeados por el espinoso cerco y un par de tanquetas de guerra cierran el paso de la calle. Pero es domingo por la noche y la acera sigue repleta de enamorados. La escena es tan increíble como cotidiana, por lo que no puedo evitar detenerme a contemplarla. La explicación es sencilla: colindante con uno de los locales más populares de la ciudad se encuentra el Ministerio del Interior de Túnez, que fue blanco de múltiples revueltas durante la reciente Revolución de los Jazmines, la que abrió paso a la Primavera Árabe en el norte de África. Por eso las principales oficinas del Estado permanecen con protección especial hasta que se celebren las elecciones en octubre. Al otro lado del edificio y junto a otro par de tanquetas, no para la fiesta. Un conglomerado de altavoces inunda la avenida con una música electroacústica que llegaba hasta el mar. Todo eso ocurre en medio del ramadán islámico y la reforma de las instituciones del país. Así es el Túnez de hoy: variopinto e impredecible.

Fui a sacar dinero desde el cajero automático del edificio de La Poste, el correo tunecino, también rodeado de empalizadas y rejas. Me paré en el único metro cuadrado libre de alambre de púas y realicé mi transacción vigilado por cuatro cañones de ametralladora. Al menos tenía la certeza, a prueba de balas, de que nadie me iba a robar. Cuando lo extremo se hace normal, y el caos es la norma, hasta se agradece ese poco de orden. En la capital abundaba la indisciplina social y esa desorganización ancestral del mundo árabe que hace que dos choferes se pongan a conversar en plena calle, aunque para eso haya que parar el tráfico. Otros circulaban contra sentido y algunos peatones, con toda su parsimonia, ponían asientos en plena calle para ver la tele o tomar el fresco de la noche.

Horas antes de aquel mismo domingo pude ver cómo Ulises, el legendario héroe de La odisea, se hacía atar al palo mayor de un barco para resistir la tentación de unas sirenas que, en lugar de la tradicional cola de pez, portaban patas de gallina. Esta versión avícola de la inmortal obra de Homero la tuve ante mí en el Museo del Bardo de Túnez, posiblemente la mayor colección de mosaicos del mundo. En el museo más importante del país se encuentran además desde piedras prehistóricas hasta arte árabe. Los mosaicos y estatuas de las épocas Púnicas y Romanas, cuando Cartago era una de las principales metrópolis del mundo, resultan impactantes aún hoy día. Frente a mí, Neptuno alzaba su tridente desde el imperio de piedrecillas de colores naturales que lo hacía flotar sobre olas, carruajes y las ninfas de las cuatro estaciones. Leyendas mitológicas y personajes históricos desfilaban ante mi vista con un grado de representación tan refinado que costaba trabajo interiorizar que no se trataba de pinturas, sino de gravillas colocadas con precisión de relojero para representar perspectivas, volúmenes, luces y sombras. Las poderosas familias fenicias, cartaginenses y romanas ancladas en el Norte de África disfrutaron de un arte tan refinado que pudiera competir con el de los grandes salones europeos.

Al salir del museo, pude comprobar que Túnez y su capital son tan variopintos y llenos de matices como el más colorido de los murales del Bardo. Por el país han desfilado fenicios, cartagineses, griegos, romanos, mamelucos, otomanos, hispánicos, árabes y finalmente los franceses. Y cada una de esas culturas ha dejado su piedrecilla en el gran mosaico tunecino.

Túnez nos ofrece además otro mosaico aún mayor que los del Museo de Bardo: el de su propia cultura. La mezcla de tradiciones hace que los negocios permanezcan cerrados durante el día, por ser domingo como en occidente, pero que abran sus puertas de noche por ser el ramadán islámico. Los edificios lo mismo exhiben legendarias puertas árabes, algunas incluso con enchapado judío, que el estilo rococó y el art noveau. Entre viejas casas del siglo XIX aparecen rascacielos del XXI y junto a la catedral católica de la ciudad nacen sus mercados árabes.

Túnez se debate entre la usanza del islam y el consumismo moderno con bazares orientales llenos de productos occidentales. El paisaje del norte de África ostenta una asombrosa similitud al del sur de Europa. Sólo los divide el Mare Nostrum y ambas riberas son orillas de una misma historia. Los tiempos del protectorado francés en Túnez han dejado una profunda huella cultural, social y hasta política en una nación que hoy habla indistintamente el árabe y el francés. La reciente revolución tunecina estuvo inspirada en la democracia francesa. Los canales de TV y la prensa galga tienen amplia audiencia en el país, a la vez que influyentes medios de prensa tunecinos se expresan en francés. Hasta los taxistas hablan el idioma de la Grande Nation, aunque aquí son contadas las personas que hablan en inglés.

En la ciudad vieja de Túnez el mosaico no podía ser más contrastante. Allí se daban la mano lo arcaico y lo moderno, el gusto exquisito y los muladares apestosos. Los edificios clásicos franceses se alternaban con residencias árabes de portones redondeados. Me parecía que en cualquier momento por ellos iba a salir Aladino portando su lámpara maravillosa. La opulencia y la miseria vivían codo con codo. La ciudad se debatía entre la dictadura recién derrocada y la nueva democracia  que no acaba de echar raíces, entre lo agrario y lo industrial, entre el pasado milenario y las altas tecnologías de la era digital. Aquí se dan la mano la tradición y la globalización.

En los bazares observé mujeres vestidas con apretados pantalones y un maquillaje atrevido, incluso para la moda europea, acompañadas de otras señoras que salían de compras con el rostro cubierto de un manto negro para luego comprarse los nuevos jeans que se llevan a media nalga. Y mientras las damas se entregaban a dictado de la moda extranjera, el macho cabeza de familia era casi obligado a quedarse en la puerta cuidando a los niños para que las señoras hicieran sus compras con calma.

Al aterrizar por segunda vez en el Aeropuerto Internacional de Cartago la nación se encontraba en pleno ramadán. Eso significaba que durante un mes los musulmanes no comen ni fuman ni beben durante el día. Nada, ni siquiera agua. Mientras duran las celebraciones hasta los más liberales también se abstienen de tomar alcohol, por lo que todos los bares del país permanecían cerrados por orden oficial.

Siendo un país pro occidental, Túnez ha incorporado el domingo como día libre de la semana, en lugar del viernes típico en el mundo árabe. Por ello el domingo de mi aterrizaje todos los comercios permanecían cerrados. Al mismo tiempo, como era ramadán, todos los restaurantes y cafeterías no abrían hasta la puesta del Sol. Esa combinación de tradiciones orientales y occidentales hacía que fuera imposible encontrar comida antes de las 8:00 p.m., por lo que la escapada a los mosaicos del Bardo tuvo la doble función de aplacar mi hambre de cultura y distraer el hambre fisiológica de mis tripas.

Solo al anochecer la ciudad revivía de su letargo diurno y los tunecinos se lanzaban en manadas a la calle. En especial tomaban por asalto las callejuelas de la ciudad vieja.

La prudencia me indicaba que no me internase de noche en aquel amasijo de callejones milenarios, pero la lógica no siempre es compatible con mis instintos de trotamundos incorregible. No podía quedarme en el aire acondicionado de mi hotel, mientras la ciudadela bullía a un kilómetro de mi cama. El no haberlo hecho hubiera lacerado para siempre mi orgullo de colaborador no autorizado del Discovery Chanel.

Como premio a mi atrevimiento pude admirar escenas insospechadas. Una de ellas era la Mezquita de la Medina. Llena a tope en pleno ramadán, dominaba lo alto de una colina con sus portales abiertos a la brisa nocturna, aunque el termómetro nos seguía castigando con 32 grados. Media Túnez elevaba sus prédicas a Alá por el ramadán y la otra mitad rezaba con igual devoción, pero para ver ganar a su equipo en un partido de la Liga Africana de Fútbol, televisado en todas las esquinas. Mientras en la planta alta de los minaretes salían por altavoces las letanías de las prédicas del Corán, en la planta baja imperaba la voz de los comentaristas deportivos. Hasta de las paredes más carcomidas colgaban grandes televisores de pantalla plana. En los cafés, que en realidad lo que vendían era té, se acumulaban multitudes sentadas en sillas de plástico en las aceras y hasta en medio de la calle para ver las incidencias del partido.

Como la disciplina y el orden no son las cualidades más sobresalientes de los tunecinos, imperaba un caos de Armagedón hasta muy entrada la noche pues en el ramadán se invierten las horas. Cuando llegué el domingo por la tarde me recibió una ciudad dormida. Los tunecinos se escapaban a una larga siesta para huir del calor implacable de las tardes, en que además estaba prohibido comer y beber, para luego convertir la noche en día y estar despierta toda la familia hasta altas horas de la madrugada.  Entonces los hombres se sentaban por doquier en sus sillas plásticas a tomar té, fumar pipa de agua y ver el fútbol, mientras las mujeres asaltaban los bazares y los niños se ponían a corretear por las plazas y callejuelas. Una de esas escenas tan irreales como costumbristas que descubrí fue un improvisado café sobre las ruinas de un edificio recién demolido. Entre los escombros varios grupos de hombres conversaban y tomaban té, inmutables. Lejos de estorbarles la obra en construcción, parecían agradecidos de que la demolición les propinase un oasis de aire fresco dentro de aquel laberinto de callejuelas.

Si el entrar hasta aquel nudo de subterfugios se convirtió en una cuestión de orgullo de trotamundos, el salir de él era ya un acto de supervivencia. Como me había gastado el dinero que llevaba encima en libros sobre la historia de Túnez, no podía acogerme al socorrido método de los turistas de tomar el primer taxi de vuelta al hotel. Estaba obligado a regresar a pie y sin otra ayuda que un mapa improvisado, pues no me podía entender con los tunecinos de esa zona, que ni siquiera hablaban francés. Papel en mano y ayudado por la luna llena del Oriente, pude llegar a mi habitación una hora más tarde.

Luego mis colegas me comentaban que no era extraño el estar despiertos hasta las tres de la mañana, aunque hubiera que madrugar al día siguiente. En los centros laborales se trabajaba corrido de ocho de la mañana a hasta las tres de la tarde. Así que, gracias a Alá, a esa hora tan temprana de la tarde yo ya podía regresar a la ciudad y entregarme a mi vicio de explorador por cuenta propia en lo que media Túnez se entregaba en los brazos de Morfeo.

Así llegué a descubrir una Iglesia Rusa Ortodoxa en el centro de Túnez. Si bien me sorprendió verla, aun más me asombré cuando pude leer la tarja exterior escrita en ruso. ¡Este templo fue construido nada menos que en el 1956!; es decir, cuando la Unión Soviética estaba en su punto de caramelo e imperaba el ateísmo estalinista, los ortodoxos rusos se la ingeniaron para levantar este templo en plena meca del islamismo.

Poco a poco, se iban colocando las piezas para entender ese mosaico tunecino, donde lo ultramoderno complementa lo histórico y lo europeo colinda con lo islamista. Al final quedaba una urbe inquieta, misteriosa y cosmopolita, un Túnez fluctuante entre ese ramadán a la francesa, esperanzas de progreso con la nueva democracia* y los bazares nocturnos alumbrados por la Luna del Oriente.

* El 23 de octubre de 2011, el día de terminar este escrito, se efectuaban las primeras elecciones democráticas en la historia de Túnez.

 


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